Las valiosas piezas de arte visigótico que constituyen el conocido como Tesoro de Guarrazar forman el eje central de El último tesoro visigodo. Las coronas votivas que en la actualidad pueden verse en el Museo Arqueológico Nacional solo son una pequeña parte de las piezas del tesoro original. Junto a las coronas, ofrendadas a la Iglesia en cumplimiento de un voto o promesa realizado por los oferentes —reyes y reinas o nobles y clérigos—, también formaban parte del tesoro cruces y otros objetos hoy desaparecidos. Las coronas votivas colgaban de las bóvedas de los templos donde habían sido ofrecidas.
Las extraordinarias coronas votivas
El Tesoro de Guarrazar constituye, hasta el momento presente, la muestra más importante de lo que fue la orfebrería en la época de los visigodos. El trabajo de los orfebres fue un arte en el que los pueblos germánicos, que pusieron fin a la parte occidental del Imperio romano, se mostraron particularmente hábiles. Labraron en hierro o en metales preciosos, que con frecuencia adornaban con esmaltes: fíbulas, hebillas, prendedores… Pero donde mostraron un mayor nivel artístico fue en esas coronas votivas. Se trataba de piezas extraordinarias, finamente labradas y cuajadas de piedras preciosas. Unas joyas que al mismo tiempo nos hablan de la religiosidad y otros aspectos de la vida de unas gentes que llegaron a la Península Ibérica con un elevado grado de romanización y que, desde principios del siglo VI configuraron un reino con capital en Toledo y cuyo dominio, al menos teórico, abarcó la totalidad de las tierras de la provincia romana de Hispania y la llamada Septimania, más allá de los Pirineos, al sudeste de la Galia.
Todo apunta a que el tesoro de Guarrazar pudo ser ocultado por clérigos que ejercían su ministerio en templos de Toledo, conocida como la Urbs Regia por su condición de capital del reino, o en algún templo de sus alrededores. Es posible que, tras la derrota sufrida por las tropas de Don Rodrigo a manos de los musulmanes, que habían cruzado en 711 las hasta entonces llamadas Columnas de Hércules, llegaran a Toledo noticias inquietantes acerca de quiénes eran los invasores norteafricanos.
Los tesoros de la esperanza vana
Muchas gentes huirían ante el temor a los invasores, pero lo hicieron con la esperanza de volver, al creer que la presencia de los invasores sería algo pasajero. Solo duraría el tiempo necesario para hacerse con un cuantioso botín. Esa esperanza de volver, una vez pasado el turbión de los acontecimientos que se avecinaban, les haría ocultar objetos de valor —en algunos casos verdaderos tesoros—para ponerlos a salvo de la rapiña de los invasores y poder recuperarlos más tarde.
En ese ambiente de los tiempos iniciales de la invasión musulmana y el desmoronamiento del reino visigodo se sitúa una parte de la novela El último tesoro visigodo. En ella, el protagonista, un conde fiel al rey Rodrigo, llamado Liuva, conducirá al lector por los capítulos donde se recoge la llegada de los mahometanos, la estrategia planteada por el ejército visigodo en la batalla, conocida indistintamente como del Guadalete o de la Janda, y la traición de los partidarios de los hijos de Witiza, el monarca a quien había sucedido Rodrigo, cuyo papel en la batalla influyó decisivamente en su resultado.
La invasión musulmana no fue algo transitorio como habían pensado los witizanos y, desde luego, las gentes que ocultaban tesoros para no arrostrar el peligro que suponía llevarlos consigo en tiempos tan agitados. Ignoramos el número de tesoros que fueron ocultados ni cuántos fueron descubiertos o qué fue de ellos. Pero sabemos que algunos permanecieron en sus escondites durante siglos.
Un hallazgo en mitad de la tormenta
El descubrimiento de uno de ellos, en las afueras de Guadamur, un pueblo toledano distante un par de leguas de la capital, así como las peripecias vividas por las joyas que lo integraban, constituye la otra parte de El último tesoro visigodo. El descubrimiento se produjo un día de finales de agosto de 1858 —transcurridos cerca de mil ciento cincuenta años desde que fue ocultado—, después de que descargase en aquella zona una fuerte tormenta, que provocó inundaciones y movimiento de tierras. La historia del descubrimiento está relacionada con los esposos Francisco Morales y María Pérez, y la hija de esta, habida de un anterior matrimonio, llamada Escolástica. Regresaban a Guadamur desde Toledo, donde Escolástica se había examinado del ejercicio final para la obtención del título que la acreditaba como maestra de primeras letras. Cerca ya de Guadamur, al pasar junto a la llamada fuente de Guarrazar, quedaba nombre al pago de huertas de aquella zona se detuvieron porque a la joven maestra en ciernes le apremiaba una urgente necesidad. Era el atardecer y los últimos rayos de sol alumbraban una atmósfera que había quedado límpida tras la tormenta. Eso le permitió ver que algo relucía a ras de suelo. Como en muchas otras ocasiones, el descubrimiento se debió a una circunstancia curiosa. El brillo de lo que Escolástica acababa de ver solo era la punta del iceberg de un tesoro tan extraordinario como antiguo, aunque quienes acababan de encontrarlo estaban muy lejos de conocer su verdadero valor. Una fosa estaba llena con cruces, lo que parecían ser extrañas lámparas y otros objetos de orfebrería labrados en ricos metales y cuajados de piedras preciosas.
A partir de este momento se desarrollaría una curiosa historia, plagada de acontecimientos que dieron lugar a numerosas vicisitudes. Poco después, otro vecino descubrió un tesoro similar en el mismo pago y, cuando se difundió entre la gente la noticia de lo ocurrido, se despertó una especie de fiebre por los tesoros. Los vecinos de Guadamur y otros pueblos de la comarca excavaron en su búsqueda en la zona donde se habían producido los hallazgos.Todo ello sucedía en medio de un grave vacío legislativo en lo referente a la protección del patrimonio histórico-artístico y las obras de arte. Los acontecimientos llevaron a la Real Academia de la Historia a tomar algunas iniciativas, e influyeron, desde luego, para que la posibilidad de construir un museo que albergase las piezas más relevantes del patrimonio histórico-artístico de la nación, cobrase fuerza y acabara por convertirse en realidad muy pocos años después.
Entre la historia y la ficción
Las circunstancias hicieron que la peripecia a que se vieron abocadas las espectaculares «lámparas» y cruces, que constituían la muestra más importante de la orfebrería visigoda, llegara al Congreso de los Diputados y generara tensos debates. El tesoro de Guarrazar implicó también a la diplomacia y a los gobiernos de la España isabelina y la Francia del Segundo Imperio, donde reinaban Luis Napoleón y Eugenia de Montijo.
En El último tesoro visigodo quedan recogidas esas vicisitudes. En la novela se dan la mano personajes históricos como el historiador José Amador de los Ríos, el diamantista José Navarro o el militar francés Adolf Hérouart, que tuvieron relación con el descubrimiento o la peripecia que durante años acompañó a las que hoy conocemos como coronas votivas, con otros de ficción: doña Martina Vicentelo, el joyero Valcárcel o el inspector Collantes. Todos ellos dan cuerpo a la novela y han permitido construir una trama. Se trata de una historia apasionante cuyo final, que no llegaría hasta bien entrado el siglo XX, permitió que una parte de aquel tesoro, que permaneció escondido tantos siglos, pueda ser hoy contemplado en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
JOSÉ CALVO POYATO
EL ÚLTIMO TESORO VISIGODO, JOSÉ CALVO POYATO, EDICIONES B, 464 PP., 20,90 €