EDUARDO LAGO: PROFETA EN NUEVA YORK
«Foster Wallace es hoy una industria, la víctima de lo que él mismo, con su actitud, venía a denunciar. El sistema (literario) lo ha fagocitado. Su destino es vender sin ser apenas leído».
«No veo problema en que un autor se documente si necesita hacerlo para su historia, pero estoy de acuerdo en que la fuerza mayor ha de ser siempre la imaginación».
«El cuento está a mitad de camino entre la novela y la poesía, y participa de las dos, y es el mejor terreno para que el narrador despliegue su potencia».
La lectura de último libro de Eduardo Lago, Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana (Sexto Piso) es un placer para cualquier amante de la literatura. Un gozo que hemos querido prolongar con esta entrevista.
Al final del libro recoge varios planes de lectura. Por supuesto, para el lector resulta irresistible comprobar cuántos ha leído. Al hacerlo, estoy convencido de que muchos descubrirán que han leído más literatura norteamericana que de ningún otro país.
Hay un desequilibrio llamativo entre la recepción de la literatura estadounidense en nuestro país y al revés, la recepción de la literatura española en Estados Unidos, que se refleja perfectamente en los títulos traducidos de una a otra literatura. Mientras que en España se publica y traduce, casi sin filtrar, prácticamente todo lo que produce aquel país, el desconocimiento de la literatura española en Estados Unidos es total. Una pequeña proporción del público lector más culto tiene noticias de un reducido grupo de autores. Entretanto, las editoriales publican toda suerte de títulos norteamericanos, tanto los grandes sellos como los independientes. En cuanto a la percepción de Estados Unidos, tiene un elemento contradictorio: una mezcla de admiración y repulsa a lo mejor y peor que ofrece aquel país. El título de mi libro alude directamente a eso: Walt Whitman representa los valores de una democracia que se ha perdido. El desequilibro en la relación entre las dos culturas tiene mucho que ver con el formidable poder económico de Estados Unidos, patente también en su industria editorial, que en España se mimetiza un tanto servilmente. Ello no impide que en medio de su gigantesca producción haya gran literatura, siempre la ha habido, quizá más en el pasado.
Me ha sorprendido la etiqueta creada por David Foster Wallace, «los hijos de Nabokov», porque yo nunca hubiera relacionado al ruso con esos autores: Pynchon, Barth, Coover y DeLillo.
Hablando hace algún tiempo con David Lipsky, que trató de cerca a Foster Wallace durante la gira promocional de La broma infinita, se mostró extrañado por el uso de la etiqueta por parte de Wallace, pero es real y muy significativa. Nabokov inocula nueva vida a la narrativa estadounidense, publicando en el New Yorker, por ejemplo, y escribiendo después de instalarse aquí directamente en inglés, para admiración generalizada. Lolita fue un bombazo editorial. Nabokov dinamiza la narrativa desde dentro, creando fórmulas muy ágiles, por ejemplo en Pálido Fuego, verdadera obra maestra del posmodernismo americano, de la misma manera que Lolita es una novela de carretera en estado químicamente puro. Influyó en toda una generación de escritores de primer orden, como Pynchon y DeLillo. Formalmente, es menos complejo que ellos, pero solo en apariencia.
Hay un capítulo dedicado a Pynchon, el autor con la vida privada más hermética. ¿Le interesa la llamada «autoficción», en la que escritores (Knausgaard es el más popular) novelan su propia biografía?
En general las etiquetas que vienen de la teoría literaria me aburren, y además son efímeras, aunque también inevitables, me refiero a términos como posmodernismo, que acabo de usar, o metaficción. Son vocablos huecos. Además, según quién lo use, su significado es confuso. La autoficción es una práctica real, cultivada por numerosos escritores que juegan a mezclar autobiografía y ficción. El híbrido resultante tiene calidad o no según el talento del autor. Es una fórmula elusiva y pasajera, en mi opinión. Knausgaard ha acabado por cansar a los que inicialmente lo admiraron. Todo esto es consecuencia de la insuficiencia de la ficción, como forma de explicar el mundo y la experiencia. Quien entiende muy bien el problema y lo resuelve es Don DeLillo, pero lo hace sin entrometerse en la narración: no hay un yo calco del autor, sino una utilización de los recursos de la no ficción en un universo primariamente imaginativo. Yo creo que la etiqueta «autoficción» rara vez ha sido interesante.
En la página 46 menciona que «el arte solo se puede juzgar recurriendo a criterios artísticos, no ideológicos». Y en la 159 habla de «una tendencia universal: el crítico se siente obligado a hacerse notar, como si importara más que lo que comenta». ¿Cuál es su opinión de la crítica actual?
Siempre ha habido y seguirá habiendo críticos buenos, pero siempre serán menos que los mediocres y los que se mueven por intereses o se dejan manipular. Twitter y en general las nuevas plataformas de comunicación digital están cambiando el panorama literario y la forma de entender la escritura, y eso es saludable, se lleva la literatura al ámbito de la tecnología que lo está transformando todo, incluido el arte. Estamos viviendo un momento de cambio radical, y lo más interesante es la relación entre creación y mercado y las complejas fórmulas híbridas resultantes. El arte ya no tiene posibilidades de ser puro, ni interesa que lo sea. La lección se remonta a figuras como Andy Warhol, con su intuitiva formulación del business art, aunque si se indaga históricamente, no es en el fondo tan distinto de la cultura renacentista del mecenazgo.
Lo que cambia es el contexto histórico, que en nuestro tiempo depende de la tecnología.
Pensando en el significado de mi libro lo veo como un testimonio de algo que ha llegado históricamente a su fin (la literatura entendida en su sentido tradicional). Es lo que la Escuela de la Dificultad empezó a demoler; de manera semi-inconsciente, pero lo consiguió.
Afirma que La broma infinita de David Foster Wallace pone punto final a la literatura del siglo XX. ¿Se arriesgaría a nombrar una obra (o una tendencia, o un autor) que inaugure o marque la literatura del siglo XXI?
Exactamente, es el corolario de lo que venía diciendo. Foster Wallace es hoy una industria, la víctima de lo que él mismo, con su actitud, venía a denunciar. El sistema (literario) lo ha fagocitado. Su destino es vender sin ser apenas leído. Esa novela sepulta todo un período literario, no tanto por el talento del autor, sin duda inmenso, como por lo que representaba. Y su suicidio le da un valor simbólico añadido, de mártir mítico.
Todo es muy incierto ahora, y no hay ningún nombre nuevo que englobe en sí lo que significa la época. El signo de los tiempos es la dispersión, la fragmentación al máximo.
Las voces más interesantes son las periféricas y marginales, las que representan a las minorías. El peso del autor individual es muy relativo (intuición del venerable Barthes). La intervención de la industria editorial es muy significativa. Buscan desesperadamente a quién dar relevancia, pero los nombres que eligen tienen una vida muy efímera.
Siguiendo con DFW, en un capítulo de la serie de televisión Man Seeking Woman, el protagonista, antes de una primera cita y para impresionar a la chica, coloca un ejemplar (que no ha leído) de La broma infinita en la mesilla de noche. ¿Teme que la literatura se convierta en un complemento, en un reducto esnob, o en realidad siempre lo fue?
Lo que hay que ver es cómo algo que, con visión esencialista, seguimos llamando «literatura», interactúa con los nuevos medios, como los que señalas. En una serie de Netflix que se llama Maniac aparece un ejemplar de Don Quijote en un puesto callejero y luego uno de sus capítulos juega un papel determinante en el argumento. Y en muchas películas figura, como has dicho, de repente La broma infinita como un adorno que (una vez más, y como el Quijote), no hace falta leer. Hace poco un profesor universitario amigo mío (de musicología) preguntó a sus alumnos (una clase con treinta estudiantes) quién estaba leyendo un libro. No levantó la mano nadie. Los jóvenes no leen. A lo mejor el tiempo de la literatura ha pasado y los que creemos en ella somos dinosaurios.
Hay un capítulo dedicado a Sylvia Plath y Ted Hughes. ¿Qué poetas norteamericanos actuales le parecen relevantes?
En una conversación con Paul Auster con motivo de su última novela me dijo que los poetas norteamericanos de hoy son formidables, y los narradores prescindibles, lo cual lo incluiría a él, que empezó como poeta. No conozco suficientemente bien la poesía norteamericana actual como para ofrecerte una nómina representativa, pero sí que creo que hay una constelación de voces de gran vitalidad. Como me dijo Vijay Seshadri, ganador del Pulitzer por su obra poética, vivimos en la era de Ashbery, un cometa cuya luz se ha extinguido, aunque su legado sigue vivo. Me interesa Charles Simic, la canadiense Anne Carson, los afroamericanos Yusef Komunyakaa, Kevin Young y Claudia Rankine… pero me siento incómodo diciendo nombres porque carezco de autoridad en este tema. Solo subrayo la idea de que la poesía estadounidense, desde Sylvia Plath, ya que la has mencionado, hasta hoy, es sumamente potente, probablemente más que la narrativa.
En el capítulo dedicado a Tom Wolfe, se menciona su proverbial proceso de documentación. Confieso que cuando un escritor dice que se ha documentado mucho para su novela, deja de interesarme al instante, porque creo que la imaginación debe primar en la ficción. ¿Cuál es su proceso de escritura de ficción?
Todas las fórmulas me parecen válidas. No veo problema en que un autor se documente si necesita hacerlo para su historia, pero estoy de acuerdo contigo en que la fuerza mayor ha de ser siempre la imaginación. Mi proceso es intuitivo, sigo señales que no entiendo bien, pero ahora llevo tres años con una novela que al ir dándole forma me hace ver todos los problemas de los que hemos ido hablando a lo largo de la entrevista: el texto me pregunta intrigado qué demonios me propongo, y no sé qué contestar.
En la página 154 escribe: «El rasgo más distintivo de las novelas de Pynchon es su extrema dificultad: los lectores más avezados se confiesan impotentes ante los retos que plantean». ¿No va eso en contra de los principios para contar una historia?
Pynchon es un caso límite, como lo fue Joyce. Sobre ellos recae el estigma de la inaccesibilidad, pero su contribución a la historia literaria es extraordinaria. Son profetas que marcan el camino a seguir. Ocurre con ellos como con los científicos: lo que hacen no lo puede entender el común de los mortales, pero todos nos beneficiamos de lo que hacen; el servicio que prestan a la humanidad es fundamental. Si alguien estudia los procesos que llevan a las células a degenerar causando el cáncer está haciendo algo de máxima importancia, aunque no seamos capaces de entender el lenguaje de sus investigaciones.
Asegura que: «La importancia del cuento en la literatura norteamericana es tal que no resulta exagerado decir que el tono y el nervio de la narrativa de aquel país, sus señas de identidad mismas, hunden directamente sus raíces en la tradición del relato breve». ¿Puede explicarlo un poco más?
Yo dividiría la literatura en tres grandes zonas (dejo al margen el teatro, a sabiendas de que es fundamental): la novela, la poesía y el cuento. La novela, como fórmula narrativa esencial, invita a grandes desarrollos que se extienden sin límite de tiempo (Tolstoy, Cervantes, Flaubert, Joyce). La poesía es el grado más elevado del lenguaje, condensado a un nivel solo anterior a la música, es música verbal, la tensión expresiva es máxima. Los poetas son los pilotos del idioma. El cuento está a mitad de camino entre una y otra forma, y participa de las dos, y es el mejor terreno para que el narrador despliegue su potencia. El fenómeno adquiere particular relevancia en Estados Unidos, donde no hay casi novelistas que no sean además, y sobre todo, cuentistas. Ello da tono a la literatura.
JOSAN HATERO. (C) DE LA FOTO DE EDUARDO LAGO: PASCAL PERICH
WALT WHITMAN YA NO VIVE AQUÍ, Eduardo Lago, Sexto Piso, 360 pp., 21,90 €
30 CUENTOS: EL ADN DE AMÉRICA
Le hemos dicho a Eduardo Lago si nos podía hacer una lista con los diez o doce cuentos imprescindibles de la literatura norteamericana, y nos ha regalado treinta. Son estos:
Ambrose Bierce: Incidente en el Puente de Owl Creek (1890).
Bernard Malamud: Mi hijo el asesino (1968).
Cynthia Ozick: El chal (1980).
Donald Barthelme: Alzamiento indio (1965).
E. Annie Proulx: Brokeback Mountain (1997).
Edgar Allan Poe: La caída de la Casa de Uhser (1839).
Ernest Hemingway: Campamento indio (1924).
Eudora Welty: No es lugar para ti, mi amor (1952).
Flannery OʼConnor: Un hombre bueno es difícil de encontrar (1953).
Francis Scott Fitzgerald: Un caso de alcoholismo (1937).
George Saunders: Los diarios de las chicas Sémplica (2012).
H. P. Lovecraft: La sombra sobre Innsmouth (1936).
Henry James: El rincón feliz (1908).
Jack London: En un país lejano (1899).
James Baldwin: Sonny´s Blues (1957).
James Salter: La última noche (2002).
John Cheever: Oh, Ciudad de Sueños Rotos (1948).
Joy Williams: El amante (1974).
Joyce Carol Oates: ¿Adónde vas? ¿Dónde has estado? (1966).
Lucia Berlin: Hasta la vista (1993).
Nathanael Hawthorne: La hija de Rapaccini (1844).
O. Henry: La habitación amueblada (1906).
Raymond Carver: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1964).
Ring Lardner: Luna de miel dorada (1922).
Robert Coover: La canguro (1969).
Shirley Jackson: La lotería (1948).
Stephen Crane: El bote abierto (1897).
William Faulkner: El Oso (1935).
William Gass: En el corazón del corazón del país (1968).
Yiyun Li: Mil años de plegarias (2005).