«El libro debería subtitularse Historia de una derrota».
«La Restauración monárquica se hizo en España a pesar de los monárquicos».
Hace ahora dos años, en diciembre de 2016, los autores de esta obra, junto con Esteban Villarejo -que no sabemos si tiene algún parentesco con el ex comisario José Jiménez Villarejo-, publicaron una serie de reportajes en el diario ABC, con el título Franco contra don Juan. Los papeles secretos del Régimen, basados en el conjunto de documentos que los servicios de espionaje de la Falange facilitaban a Franco sobre las actividades de los monárquicos durante el año 1948, cuando don Juan, a través de José María Gil Robles, y las izquierdas, abanderadas por Indalencio Prieto, estudiaban la formación de un llamado Bloque nacional Antifranquista. «Si en los reportajes el objeto era el espionaje de 1948 -explican los autores-, en el libro lo es la conspiración que se fue labrando a lo largo de la primera década de la posguerra. En el libro, el protagonista principal pasa a ser Don Juan y el espionaje de Franco es sólo una parte de un movimiento mucho mayor, la conspiración» (pág 280).
La obra, en realidad, se inicia en 1931, con la caída de Alfonso XIII, y finaliza, sí, en 1948, con la visita de su nieto, don Juan Carlos de Borbón y de Borbón, al general Franco, al que cumplimentó en El Pardo. Pero sorprende que en un libro que se pretende de historia, no haya una sola nota que remita a las fuentes, con lo que muchas veces el lector no sabe si ciertas afirmaciones se basan en hechos probados o son simples opiniones de los autores. Así, cuando escriben que la prioridad de Alfonso XIII, a los pocos días de la proclamación de la República, era «recuperar el poder» (pág. 21).
¿Se trata de una declaración explícita del ex monarca, que no se documenta, o es una simple presunción gratuita de quien lo hace? Porque si es una declaración explícita del soberano depuesto, la cosa es grave: significaría que el Rey perjuro no había aprendido la lección de que, al faltar a su juramento de cumplir la Constitución y la leyes, y dar paso a la Dictadura militar del general Primo de Rivera, se había jugado la Corona, y que si de verdad pretendía «recuperar el poder», pensaba volver a las andadas ignorando, de nuevo, que un Rey no gobierna, cosa que corresponde al poder ejecutivo, sino que simplemente modera.
La obra se nos antoja basada no tanto en los hechos históricos como en los sentimientos de los autores, por muy respetables que sean, que lo son, pero con los cuales no se hace una obra histórica rigurosa. Así, al reproducir la declaraciones de Franco en julio de 1937 al diario ABC (pág. 31), omiten sus palabras más relevantes: que si algún día se restaurase la Institución en España, el nuevo Rey tendría que tener «el carácter de pacificador, y no podría contarse en el número de vencedores», razón por la que justificaba que el general Mola primero, y el mismo Franco después, le impidiesen luchar tanto en el Ejército como en la Marina.
Se nos explica que en vísperas de la entrevista Franco-Hitler en Hendaya, en octubre de 1940, Gran Bretaña sobornó a un buen número de generales con sumas variables -incluido Kindelán, que era el abanderado de la causa monárquica-, para animarles a mostrar más activamente su resistencia frente al abandono de la neutralidad (pág. 40); ello se comenta por sí mismo, pero por lo visto no fue óbice para que algunos de dichos generales sondeasen a Alemania «para asegurarse un eventual respaldo para la Restauración de la Monarquía en caso, cada vez, más improbable, de victoria del Eje» (pág. 51).
Y si los militares de la época aceptaban sobornos, el elemento civil no quería arriesgar ni una peseta: Juan Ventosa, mano derecha de Francisco Cambó, y miembro destacado del grupo monárquico catalán que apoyaba al Pretendiente, llegó a decir que no dimitiría de sus cargos en el Régimen aunque don Juan se lo pidiese, porque temía por sus negocios (pág. 97). Un monárquico no sospechoso, Luis María Anson, ha explicado, en su libro Don Juan, que el marqués de Aledo, en una cena, reprimió su juvenil vehemencia al regreso de una estancia en Estoril con estas palabras: «Bueno, bueno, sin tanta prisa, que Franco todavía es un buen negocio».
El llamado Caudillo, en julio de 1947, promulgó la Ley de Sucesión, que le permitía nombrar su sucesor, a título de Rey o de Regente, a quien le saliese de las pelotas -con perdón- y que, como es lógico, fue repudiada por el Pretendiente -Manifiesto de Estoril-, que le acusó de querer convertir en vitalicia su dictadura personal. Pero en agosto del año siguiente, 1948, cuando dicha Ley ya había sido aprobada, el Pretendiente se reunió con el dictador y le entregó a su hijo varón primogénito, don Juan Carlos, para que fuese educado en España. El llamado Pacto de San Juan de Luz, promovido por José María Gil Robles e Indalecio Prieto para derribar a Franco, se fue al garete. Gil Robles, que en aquellos era una de los consejeros áulicos del Pretendiente, tuvo que enterarse por el secretario de la embajada británica en Lisboeta; Prieto, a su vez, comento: «Ante mi partido quedo como un perfecto cabrón. Tengo tales cuernos que no sé cómo voy a poder salir por esa puerta» (pág. 235).
El resto, para Franco, fue coser y cantar; don Juan Carlos -Borbón por partida doble-, cuando el dictador le propuso ser su sucesor a título de Rey, julio de 1969, no se lo pensó dos veces, y suplantó así a su padre en la sucesión de la Corona: se instauraba una Monarquía visigótica -491 votos a favor, 19 en contra, 9 abstenciones-. Y como todo estaba atado y bien atado, en noviembre de 1975 don Juan Carlos fue proclamado Rey por la Cortes franquistas, y aquí paz y después gloria, y como es de bien nacidos ser agradecidos, dedicó a su padre putativo, el general, unas palabras que se supone muy sentidas: «Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para las funciones que asumo al servicio de la patria. Es de pueblos grandes y noble el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio.»
Tras casi cuatro décadas de dictadura personal, se supone que Pedro Sainz Rodríguez tuvo que tragarse sus palabras de tantos años atrás: «Franquito será como una sardina asturiana, no dejarán de él ni las raspas» (pag. 44): el don de la profecía no era su fuerte.
A la muerte del general, el Pretendiente frustrado perdió, además, una ocasión única para recomponer el desaguisado legitimista y al mismo tiempo, sin cicatería ninguna por su parte, arropar al reinado que se iniciaba con toda la autoridad moral que le proporcionaba su condición de Jefe de la Casa Real española. Una renuncia a tiempo hubieses resuelto, generosa y unilateralmente, la dicotomía legalidad-legitimidad que, de alguna forma, enturbió el reinado de don Juan Carlos I hasta fechas posteriores a mayo de 1977, en que don Juan, finalmente, se apeó del burro; hasta entonces, si don Juan era el titular de los derechos a la Corona, quien ocupaba el trono era sin duda un usurpador.
Este libro -Los archivos secretos de la última conspiración monárquica- debería subtitularse Historia de una derrota, pues don Juan de Borbón, hijo y heredero de Alfonso XIII y pretendiente al trono de España, fue, según las circunstancias de cada momento, un secuaz entusiasta y un opositor ineficaz del general Franco, al que en 1945 -Manifiesto de Lausana-, conminó a abandonar el poder, y al que en 1961, con motivo de los 25 años de su exaltación a la Jefatura del Estado, le ofreció el Toisón de Oro; se comprende que el dictador lo tuviese fácil; a este respecto, la lectura de las cartas cruzadas entre él y don Juan, publicadas por Pedro Sainz Rodríguez, primero ministros de Franco y después consejero áulico del Pretendiente, producen vergüenza ajena. En cualquier caso, en efecto, la Restauración se hizo en España a pesar de los monárquicos (pág. 67).
El libro se adorna con un prólogo bastante anodino, la verdad, de Carlos Martínez, duque de Alba, perdón, Carlos Stuart y Martínez Irujo, pues como Francis Franco Martínez-Bordíu, también le alteraron el orden de sus apellidos, dando preferencia al materno; para que luego digan que España es un país machista. El duque corresponde, así, a una de las afirmaciones más extraordinarias -y gratuitas, nos parece-, que hacen los autores: «Jacobo Fitz-James Stuart -abuelo del autor del prólogo y embajador del general Franco ante la corte británica- es por derecho uno de los españoles más influyentes del siglo» (pág.65); habrá que creerles bajo palabra.
Algunas minucias: la boda de don Juan y doña Mercedes de Borbón no se celebró en el Gran Hotel Roma (pág.27), sino en la iglesia de Santa María de los Ángeles; en el Gran Hotel se supone que se celebró el banquete nupcial. En julio de 1936, el ex Rey no se encontraban en Checoslovaquia «de vacaciones» (pág.28); de vacaciones se encontraba todo el año. Y en la Bibliografía hay algún título repetido: Fernando de Meer es incluido primero por Der Meer y después por Meer, Fernando de (pág. 274). Minucias.
Don Juan contra Franco, Juan Fernández-Miranda y Jaime García Calero, Plaza & Janés, 284 pp., 18,90 €