No es, probablemente, el año de las novelas escritas y protagonizadas por hombres. Ni el de las novelas centradas en el tema literario y alejadas de eso que va desde la novela política hasta el panfleto social. Tampoco el de las novelas poco edificantes, sin moraleja, sin historia de superación, sin «exemplo» del gusto de los nuevos Lucanores, tan cotizados en los estantes de las librerías de los aeropuertos y de las estaciones ferroviarias. Tal vez estos sean los motivos por los que una novela tan brillante como la de Daniel Jiménez Palencia ha pasado desapercibida a las lógicas del mercado y a buena parte de los ojos de la crítica. Una injusticia que, no por ser más habitual, resulta menos indignante, y contra la que vamos a alzar ahora la voz en un intento de restitución.
La segunda novela de Jiménez Palencia retoma la senda autorreferencial de la primera, de título Cocaína, que le consagró como promesa con el Premio Dos Passos y lo metió en la agencia homónima y en la editorial Galaxia Gutenberg. Nos encontramos ante una especie de secuela, sí, pero con un argumento lo bastante inesperado como para distanciarse de su antecesora. Si el personaje de la primera obra era un aspirante a escritor adicto a la cocaína y al borde de la autodestrucción tras el suicidio de su hermana, ahora este personaje parece haber encontrado cierta paz. La sed agresiva de convertirse en un escritor reconocido se ha rebajado tras la publicación del primer libro (el del personaje y el del autor), aunque la obsesión (de ambos) por la literatura y la timidez recelosa sigan siendo el eje de sus movimientos.
Si la primera novela nos arrastraba por la sordidez de la depresión y la adicción a la farlopa (una forma de decir que aquello tenía muy poca trama), esta vez la narración levanta el vuelo y marcha hacia terrenos más plácidos y entretenidos: los de la ficción. La muerte de Ray Loriga, sucedida por sorpresa de todos en Buenos Aires mientras el autor de Héroes iba de gira con Rendición, ganadora del Premio Alfaguara, marca desde el minuto cero la distancia con la realidad y encamina la trama hacia este tipo de novela negro-literaria tan particular, característico de autores como Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas o Mario Levrero.
Claro: lo que parece un suicidio se convierte en materia de investigación policial, y quien parecía del todo inocente, el narrador, se ve envuelto en el caso después de una sutil sucesión de errores que tienen que ver con su admiración por el fallecido. Ya tenemos montada la tramoya, ya tenemos el leit-motiv, pero Jiménez se abstendrá de ser devorado por la trama y profundizará, con un pulso literario maduro y algunos elementos de ensayo, en la idea central: que el lector-escritor admira a sus coetáneos pero también los envidia y compite contra ellos. Parece querer decirnos Jiménez que ha de resultar, por tanto, sospechoso.
Sería un menosprecio decir que este es un libro escrito para los lectores de Ray Loriga porque es un libro escrito, concretamente, para Ray Loriga. Ray tiene suerte: todos querríamos leer las cosas que escriben de nosotros cuando hayamos muerto y aquí hay una declaración de amor y admiración. Esto, lejos de espantar a los lectores, ha de acercarlos. El diálogo que Jiménez establece con Loriga es estimulante, profundo y jugoso. Mata al padre literario para hacerse más grande, pero lo hace de forma tan tierna que reparte la grandeza con él. Pocas veces ha dado la envidia frutos tan hermosos.
Juan Soto Ivars
LAS DOS MUERTES DE RAY LORIGA, Daniel Jiménez Palencia, Galaxia Gutenberg, 272 pp., 19,90 €