«Comentaristas y críticos han visto a Kafka como un certero visionario de las crueldades cometidas por nazis y estalinistas. Pero el autor praguense no fue un gurú, ni un adelantado a su tiempo»
Este año de 2019 se cumple un siglo de la publicación del relato más estremecedor de Franz Kafka (1883-1924): En la colonia penitenciaria. Apareció en la editorial de Kurt Wolff, en noviembre de 1919, en Leipzig, como pequeño volumen independiente. Pero Kafka lo había escrito cinco años antes, entre agosto y septiembre de 1914: acababa de estallar la I Guerra Mundial. La catástrofe influyó sin duda en el ánimo del escritor y contribuyó a inspirar su monstruosa creación; pero hubo otros estímulos.
Por aquél entonces Kafka también comenzó a escribir El proceso; la novela que cuenta cómo el peso de «la ley» cae de pronto sobre «Josef K.», un inocente que ignora de qué se le acusa. El origen de esta pesadilla judicial fue autobiográfico, pues Kafka acababa de sufrir una especie de «proceso» privado. El 12 de julio de 1914, en el hotel berlinés Askanischer Hof, Felice Bauer, su prometida, en presencia de dos testigos, le anunció que rompía el compromiso de boda. Aquella situación en la que el singular novio fue formalmente acusado de no estar a la altura de las expectativas que Felice anhelaba para una futura vida en común, hizo que se sintiera como un «condenado», acosado por la culpa y las premoniciones de castigo. A los pocos días de comenzar la redacción de El proceso estalló la guerra; y casi enseguida, en apenas dos semanas, Kafka escribió En la colonia penitenciara.
El asunto del relato es singular: un oficial de una colonia penitenciaria está enamorado de una extraña máquina de matar; es un artefacto de tortura y muerte que inventó un comandante de la colonia ya fallecido, y cuya memoria honra el oficial. El aparato se asemeja a un catafalco, en él se tiende a un reo que ha cometido una falta; éste, como todos los reos de la colonia, es condenado a la máxima pena por mínima que sea su culpa; unas agujas punzantes se encargan de inscribir en su piel —a lo largo y ancho del cuerpo— el lema de la norma contra la que se le acusa de atentar; en este caso concreto la máquina trazará en su piel: «¡Honra a tus superiores!»; seguirá punzando e hiriendo hasta que el hombre se desangre y muera. Un explorador llega a la colonia, lo invitan a la ejecución y el oficial le presenta las bondades de este tipo de método mortal… Lo que se sigue de esto es completamente «kafkiano», grotesco, irónico y sumamente cruel. La descripción minuciosa de la tortura que espera al prisionero repele; y repelente es asimismo la pasión con la que el oficial cree en la idoneidad de su método de muerte, con el que se ufana de impartir «justicia».
A Kafka le gustaba leer en público, lo hacía con gran expresividad. Se cuenta que cuando leyó este relato ante un auditorio, en Múnich, algunas damas se desmayaron y hubo que sacarlas de la sala en camilla. Quizá sea una exageración; de lo que sí hay pruebas es de que el público quedó atónito y horrorizado por lo que oyó. El propio Kafka comentó al terminar la lectura que la historia era en verdad «demasiado horrible». Y en otra ocasión, en una carta a su editor, adujo que también el tiempo en que la escribió había sido «horrible».
El choque con que la guerra lo agredió fue casi letal. Aunque Kafka no fue al frente, y pasó la guerra en Praga, porque sus superiores lo consideraron imprescindible en sus tareas de abogado; y tampoco su débil constitución física se lo hubiera permitido. Pero las noticias de las crueldades volaban y el escritor estaba informado de todo. Nada más estallar la guerra, la propaganda de ambos bandos comenzó bombardeos mutuos detallando los horrores que perpetraba el enemigo: fusilamientos y ahorcamientos de pobres gentes, violaciones, desmanes sin cuento, soldados masacrados por doquier: Europa sufría una hecatombe humana y moral, y era imposible mantenerse al margen.
Decíamos al principio que no sólo fue la guerra la inspiradora del relato. La época se caracterizaba por otras desgracias conocidas. Poco antes de 1914, en Europa se dio mucha publicidad a las injusticias y los crímenes perpetrados en las colonias penitenciarias que desde hacía tres siglos mantenían las naciones más ricas en los países colonizados. Rusia, Inglaterra, Francia, Alemania… Estas potencias mandaban a sus confinados a países tropicales en los que la única ley imperante era la de los colonizadores. Allí se privaba a los reclusos de toda dignidad humana.
Kafka estaba al tanto de estas prácticas desde sus años de estudiante de derecho, y también la inhumana explotación colonial generalizada era objeto de su interés. Compañías comerciales sin escrúpulos —en el Congo, por ejemplo—, abusaban sin pudor de la mano de obra nativa; en Europa se publicaban artículos y libros denunciando aquellos atropellos. En los países y tierras sometidas, dominadas por los blancos, sólo imperaba el trabajo esclavo, la ley del más fuerte y el gatillo fácil o el garrote y las torturas.
Los conocimientos descritos y las terribles visiones asociados a ellos, junto con las noticias bélicas, y ese sentimiento que atenazaba a Kafka de sentirse él mismo como un condenado injustamente castigado por su ex prometida, obsesionaban su mente el tórrido verano de 1914, cuando se le ocurrió En la colonia penitenciaria.
La fuerza y eficacia de este relato lo convirtió en símbolo literario de los horrores de nuestro siglo. Comentaristas y críticos han visto a Kafka como un certero visionario de las crueldades cometidas por nazis y estalinistas. Pero el autor praguense no fue un gurú, ni un adelantado a su tiempo. Lo que plasmó en su relato es quizá la idea imperecedera de las injusticias, el terror y la absurda crueldad que desde siempre el ser humano más poderoso ejerce sobre otros seres humanos más débiles. Describió en imágenes la falta de empatía de quien tortura, la de quien mata en nombre de una idea; y la clamorosa indefensión del torturado. La gran pensadora Hannah Arendt dio en el blanco cuando dijo que, a tenor de los atroces crímenes del siglo XX —los exterminios masivos de judíos por los nazis, y el asesinato de disidentes en los campos de exterminio comunistas—, el relato de Kafka «conserva su inmediatez». Esa crueldad mecanizada que describe, esa pasión cínica por la muerte organizada, cierto es que forman parte de nuestro pasado más reciente, siguen presentes, y seguramente no desaparecerán en el futuro.
Lo positivo de En la colonia penitenciaria es que se publicó tras el escarmiento de la guerra; cuando Europa estaba harta de crueldades y crímenes; entonces, las gentes de bien comenzaban a rebelarse contra tanta insensatez. Así que el relato de Kafka, aparte de una constatación simbólica de la injusticia real contra el ser humano, pudo leerse también como un grito de socorro lanzado al mundo para remover conciencias: «¡Basta ya de tanta maldad! ¿No veis que es absurda?», parecía exclamar. Esto son especulaciones tal vez plausibles, pues Kafka nunca dio claves para interpretarlo, ni tampoco reveló las intenciones concretas que lo motivaron; sabemos, eso sí, que «el horror» de la época lo conmovió y estremeció. Para soportarlo y quizá conjurarlo escribió esta pequeña obra maestra, tan cruel como potente.
Luis Fernando Moreno Claros es doctor en Filosofía y traductor. Colabora en diversas publicaciones.
(c) Atelier Jacobi: Sigismund Jacobi.
EN LA COLONIA PENITENCIARIA, Franz Kafka, Acantilado, traducción de Luis Fernando Moreno Clarós, 152 pp., 12, €