Es lo bueno de los centenarios y demás aniversarios de escritores: se reeditan sus libros, se traducen inéditos y puedes recomendar su obra a tus seres queridos que no los conocen al grito de: ¡qué suerte tienes de no haber leído aún a Iris Murdoch, te va a cambiar la vida!
Iris Murdoch nació en Dublín el 15 de julio 1919, aunque con un año ya vivía en Londres, donde a su padre le dieron un puesto de funcionario. Hija única, tanto su madre -cantante de opera aficionada-, como su padre la animaron a leer desde muy niña, seguramente por ello «siempre quise ser novelista, aunque hubo un tiempo en el que pensaba que quería ser arqueóloga e historiadora del arte, cuando estaba en la Universidad.» Estudió filosofía y literatura en Oxford, donde ejercería quince años de profesora, antes de poder dedicarse en exclusiva a la escritura a partir de 1963.
Entremedio, de 1945 a 1947, vivió en Bélgica y Austria, donde trabajó para la ONU ayudando a los refugiados de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando conoció a uno de sus primeros héroes, Jean Paul Sartre. El pensamiento del filósofo francés caló en Murdoch, que en 1953 publicó su primer libro, Sartre: racionalista romántico. Tan solo un año después apareció Bajo la red, su primera novela.
Al respecto de su doble faceta de novelista y filósofa, en una entrevista explicó: «Estas dos ramas del pensamiento tienen propósitos y estilos tan diferentes que tengo la impresión de que debo mantenerlas separadas la una de la otra. Cuando se escribe filosofía se está escribiendo algo más parecido a ciencia que a literatura. La filosofía tiene como meta esclarecer. (…) tiene que ver con apresar un problema y hacerlo de una forma tenaz e implacable. (…) La literatura tiene que ver con máscaras, simulaciones y fantasías. En ese sentido, creo que la literatura se acerca mucho a la vida ordinaria. Todos contamos historias todo el tiempo, posiblemente sin darnos cuenta. Si describimos un día de nuestra vida, configuramos ese material en forma de narración.»
No vayan a pensarse que las veintiséis novelas que nos regaló deben colocarse en la estantería de la filosofía junto a El banquete de Platón (su pensador favorito -«Creo que él formuló todos los problemas, y lo hizo de una forma muy sofisticada-»). No, no son novelas de tesis lastradas por el peso de cierta propaganda intelectual o por las modas de la época. Para Murdoch la literatura, al contrario que la filosofía, debe entretener y respirar sentido del humor, aun cuando se esté contando una trama salpicada de incesto, infidelidad y violencia (como en La cabeza cortada). Así, la narrativa Murdochiana bebe del manantial de las comedias de Shakespeare y de esa corriente de ironía subterránea que recorre las obras de Jane Austen y Charles Dickens. Su literatura es intencionadamente moral (en realidad, toda buena literatura nace de un planteamiento moral, de una posición moral, pero eso es tema para otro artículo), como admitió en una entrevista: «Antes de empezar a escribir la primera frase tengo un esquema general y muchas notas, cada capítulo está planificado. Luego, dejo que la escritura se invente a sí misma. Una idea conduce a otra. Al principio hay posibilidades infinitas, la posibilidad de elegir qué clase de gente son, qué clase de problemas van a tener. Sobre todo hay que reflexionar sobre sus valores, su moralidad, sus dilemas morales (…) Un novelista tiene que expresar valores, y tiene que ser consciente de que es, en cierta forma, un moralista forzoso. La cuestión es cómo hacerlo. Si no vas a hacerlo bien, mejor no lo hagas.»
Para Murdoch, el bien es un tipo de inteligencia; por ende, la elección del bien es la más sabia de las opciones ante cualquier dilema de la vida. Llegó a decir que, aunque era un gran pensador, encontraba a Freud deficiente porque el psicoanálisis se basa en «pensar demasiado en uno mismo, mientras que el mejor remedio contra el sufrimiento es ayudar a otros.» Por otro lado, la literatura en particular y el arte en general son una respuesta solida y acogedora ante los interrogantes de la filosofía. Dios no existe, el amor es falible, somos imperfectos, somos mortales, el dolor y el egoísmo nos acechan; pero nos quedan las historias, el consuelo inagotable de las palabras. En otra entrevista abundó en el tema al afirmar que «el buen arte ofrece una felicidad sin contaminar y enseña cómo mirar el mundo y entenderlo; hace que todo sea más interesante.»
Creo que esta última frase sirve como innecesario resumen del estilo de Iris Murdoch: todo lo que plantea redunda en el interés del lector. La puesta en escena de sus novelas es siempre tan inteligente como inesperada, desde su arranque y su punto de vista hasta el desarrollo, el viaje de sus personajes deliciosamente estropeados; en su territorio no hay caminos hollados, ¿existe mejor regalo para el lector que ese? Para la escritora, el arte «posee dureza, firmeza, realismo, claridad, objetividad, justicia, verdad. Es el resultado de una imaginación libre, sin corromper. El mal arte es el resultado blando, caótico y autocompasivo de una fantasía esclavizada.»
La suya voló libre en sus novelas, ensayos, obras de teatro y un puñado de poemas. Le encantaba escribir, aseguraba que entre el final de una novela y el inicio de otra no pasaban más de diez minutos. Y así fue hasta 1995, cuando los primeros síntomas de la enfermedad amordazaron su talento. Iris Murdoch murió el 8 de febrero de 1999 víctima del Alzheimer, perdiendo palabras, ella que tanto las había amado y cultivado: «Las palabras son los símbolos más sutiles que poseemos y nuestra producción humana depende de ellas», escribió en La soberanía del bien. Pero a nosotros nos queda el consuelo de su literatura, siempre divertida, esencial, sabia, saciante e inmortal: los lectores de Iris Murdoch la recordamos, con centenario o sin él. Y los que aún no la han disfrutado, venga, ¿a qué estáis esperando?
Josan Hatero.
(c) Jill Krementz, B&W.