También entre los monstruos hay categorías. Los hombres-lobo son brutales; los zombis, además, desagradables y sucios. Los vampiros, en cambio, poseen cierto halo romántico, elegancia y saber estar. Y principalmente son seductores: cautivan a sus víctimas antes de acabar con ellas. Fue John Polidori en su relato «El vampiro», concebido en la misma noche legendaria que alumbró el Frankenstein de Mary Shelley, quien fijó literariamente esa capacidad fascinadora del chupador de sangre: aristócrata, refinado, conquistador, pero despiadado y carente de empatía. Sin embargo, y antes de que llegara Bram Stoker para darle su forma definitiva en Drácula, Joseph Sheridan Le Fanu pulió y estilizó aquel modelo en la que puede considerarse la primera novela moderna de vampiros y seguramente la que con mayor sutileza dibuja el prototipo de vampiro encantador: Carmilla.
Carmilla es, como el Lord Ruthven de Polidori o el Drácula de Stoker, de noble cuna. Como ellos, cuenta con ayudantes terrenales y cuantiosos medios para sus viajes. Y, como ellos, se vale del engaño y de su encanto personal para seducir y matar. La única y gran diferencia es que Carmilla es una mujer, y una mujer joven que seduce a otras mujeres jóvenes. Y aún podemos ir más allá, porque Carmilla no se limita a conquistarlas para arrebatarles la vida sino que se enamora de ellas y necesita, antes de consumar el sacrificio, cortejarlas, obtener su correspondencia, vivir una pasión compartida. «Si tu amado corazón está herido, mi apasionado corazón sangra con el tuyo», le dice a Laura, la protagonista. Y después: «Habrás de venir conmigo y amarme hasta la muerte».
Quizá el gran acierto, entre otros muchos, de Carmilla sea esa elaboración de pulsiones aparentemente opuestas, la vida y la muerte, Eros y Thanatos, mucho antes de que Freud las formulara. Porque si el final casi ineludible es morir, Carmilla desea ante todo la entrega, el amor y el goce, no sólo de una forma espiritual o simbólica sino de un modo físico, muy físico: esos abrazos ardientes, las palabras alocadas, hiperbólicas, de los enamorados y un placer que no se sabe muy bien cómo surge pero que resulta totalmente real: «A veces era como si unos labios cálidos me besaran, besos cada vez más prolongados y amorosos hasta alcanzar mi garganta, donde la caricia se instalaba de forma permanente. Mi corazón latía más deprisa y mi respiración se aceleraba, subiendo y bajando muy rápido. Entonces me sobrevenía un sollozo […] que se convertía en una terrible convulsión, durante la cual mis sentidos me abandonaban y me quedaba inconsciente». ¿En qué pensaban los contemporáneos de Le Fanu, que no supieron reconocer en esta descripción simple y llanamente un orgasmo? Placer y agonía, la petite mort. Y es que entre las fuentes de Carmilla figura una historia que también entremezcla sexo y suplicio, depravación y muerte: la de la noble húngara Erzsébet Bathory, la Condesa Sangrienta, que trataba de conservar su lozanía bañándose en la sangre de jóvenes doncellas a las que torturaba y asesinaba en su castillo de Transilvania. En Carmilla, no obstante, la crueldad y el crimen adquieren una apariencia de pasión amatoria y ternura desbordada, acaso, por lo mismo, más inquietantes y ominosas.
Por lo demás, Le Fanu, gran precursor y buen conocedor de la literatura «científica» de la época acerca de los vampiros (principalmente el benemérito tratado de Augustine Colmet sobre apariciones de espíritus y revinientes), supo establecer las principales características del no-muerto, utilizadas más adelante por Stoker y prácticamente por todos cuantos han tocado el género: las costumbres nocturnas del vampiro, su sujeción al sepulcro, su capacidad para transformarse en bestia (en Carmilla un gato monstruoso), la palidez, el carácter epidémico del fenómeno, etc. Incluso crea la figura del experto cazador de vampiros, en este caso el pintoresco barón Vordenburg, claro antecedente del profesor Van Helsing.
Junto con el novedoso acercamiento a un tema entonces tabú (las relaciones lésbicas) y la prefiguración de un género, todo en Carmilla señala las hechuras de un gran clásico literario: la ambientación gótica, con sus bosques y castillos y sus penumbras, el ritmo impecable de la trama y, principalmente, el concurso de toda una serie de personajes secundarios magníficamente dibujados: desde las dos bondadosas institutrices, Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, hasta el general Spielsdorf, con su infatuación aristocrática y su brío nemesíaco. Le Fanu, cuyos relatos de tema sobrenatural incluyen varias indiscutibles obras maestras («El familiar», «Té verde», «La posada del Dragón Volador»…), alcanza en Carmilla la perfección de su arte, que influiría poderosamente en autores de referencia como M. R. James, E. F. Benson o Algernon Blackwood. Podemos añadir que la novela ha conocido numerosas adaptaciones al cine y la televisión, incluyendo las de Theodor Dreyer, Roger Vadim y, en nuestro ámbito, Vicente Aranda.
«Hasta el día de hoy la imagen de Carmilla vuelve a mi memoria de una forma ambigua y dual: a veces es la muchacha alegre, lánguida, preciosa; otras veces, el demonio retorcido que vi en la iglesia en ruinas», rememora Laura en las páginas finales. De esa dualidad trata Carmilla, del bien y del mal reunidos en una misma alma, de las corrientes y las pasiones contrarias. Y acaso en cierto modo ese es el retrato más certero de todos nosotros.
José Luis Piquero es traductor.
CARMILLA, Joseph Sheridan le Fanu, Navona, traducción de José Luis Piquero, 192 pp., 21 €.