Es como si el 1984 de George Orwell y su control al ciudadano, la sociedad que Ray Bradbury predijo en Farenheit 451—donde es delito leer libros— la reivindicación femenina de Virginia Woolf, manifestando la necesidad de tener un cuarto propio, y la experiencia de otra canadiense como Alice Munro, que en 1961 aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora, estuvieran concentrados en la producción literaria de Margaret Atwood. Su novela de carácter distópico, El cuento de la criada (1985), ya tiene secuela, llamada Los testamentos, que se publica en castellano el 12 de septiembre, dos días después de su lanzamiento internacional en lengua inglesa.
Sensible desde siempre a la literatura que brinda una mirada diferente, de que la ficción más mágica encierre una lección próxima y actualizada –«Ese autoproclamado mago de Oz tiene una larga genealogía, podría ser desde un chamán hasta el Próspero de Shakespeare y siempre encuentra su par en cada época», afirmó comentando la obra infantil de L. F. Baum que se hizo tan famosa al adaptarse al cine–, Atwood concibió esta ficción mostrando una sociedad no tan diferente a la que, décadas atrás, o aún en ciertos países, trata a las mujeres como objetos o esclavas.
En ella se narra la historia de tres mujeres y cómo se encuentra el país que ideó, Gilead, gracias a las reacciones durante estos lustros frente a una obra adaptada y premiada de continuo. «Queridos lectores y lectoras: vuestras preguntas sobre Gilead y su funcionamiento interno han sido la fuente de inspiración de este libro. ¡Bueno, casi todo! La otra es el mundo en el que vivimos», escribió esta escritora natural de Otawa, de setenta y nueve años, miembro de Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, organización en defensa de las aves.
En las páginas finales, en El cuento de la criada (Salamandra, 2017), se insinuaba un futuro abierto en que no estaba claro el destino de la protagonista, Offred (es decir, «de Fred», la mujer es una simple propiedad de un hombre): la libertad, la prisión o la muerte. Con Los testamentos, Atwood traza ese camino de baldosas amarillas, vuelve a colocar un Gran Hermano en una sociedad ultramasculinizada e incide, quince años después de ocurridos los hechos en la primera novela, en la falta de derechos humanos fundamentales para las mujeres –en un argumento en que se promueve el miedo y la sospecha entre ellas–, con un ambiente de población jerarquizada en que un libro es un peligro, una opinión libre, una amenaza global. Una trama tan lejana y ajena como cercana y posible.
Así las cosas, la figura de la criada sufridora ya es parte del imaginario literario que ha ido desarrollando la autora a lo largo de décadas de escritura que, asimismo, le han valido reconocimientos tan señeros como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Governor General’s Award, la Orden de las Artes y las Letras, el Premio Montale, el Premio Nelly Sachs, el Premio Giller, el National Arts Club Literary Award, el Premio Internacional Franz Kafka y el Premio de la Paz del Gremio de los Libreros Alemanes.
MULTITRADUCIDA, MULTIPREMIADA
La trayectoria de Margaret Eleanor Atwood (1939), que en la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario, con todo, es mucho más que esa narración tan célebre, pues muchas de sus obras, pertenecientes a muy diversos géneros literarios –una veintena de libros de poesía, ensayos, libretos, obras de teatro, relatos infantiles…–, se han traducido a más de cuarenta idiomas.
Entre sus novelas destacan Ojo de gato (1988), finalista del Premio Booker, un galardón que obtuvo con El asesino ciego (2000), su décima novela, y las que la editorial Salamandra ha ido publicando en los últimos tres años. Nos referimos a Alias Grace (1996), recreación de la vida íntima de una de las figuras femeninas más populares del siglo XIX en Canadá: Grace Marks, de dieciséis años, que en 1843 es declarada cómplice de participar en los asesinatos de un hombre a cuyo servicio trabajaba como sirvienta, y de su ama de llaves y amante, y condenada finalmente a cadena perpetua. En Alias Grace, como suele hacer en sus narraciones, Atwood lanzaba al lector el dilema de ponerse en un lado u otro, pues había división de pareceres con respecto a la que podía ser tanto una víctima como una criminal: unos consideraban a la mujer inocente, mientras que otros sostenían que era una persona malvada o loca; más adelante, ante una Grace amnésica, un especialista en el campo de la psicopatía entrevistaba a la reclusa, quien le relataba los detalles de su historia, desde su infancia en Irlanda y sus años de pobreza y marginalidad en el Canadá Occidental hasta ir desvelando los sucesos de aquel día.
La otra obra destacable que el lector español pudo conocer gracias a Salamandra fue Por último, el corazón (2016), otro texto que podría inscribirse en el ámbito de la ficción especulativa. En la novela, una pareja que padecía una crisis económica se instalaba en su coche tras perder su casa y, malviviendo en empleos miserables, les llegaba la información de un proyecto singular, llamado Positrón, un experimento social en el que los habitantes de la idílica ciudad de Consiliencia se dividían en dos grupos que alternaban su modus vivendi cada treinta días: mientras la mitad se recluía en la Penitenciaría Positrón para «mantener el sistema», el otro cincuenta por ciento estaba en plena libertad, llevando una vida acomodada un mes, momento en que volvían a cambiarse las tornas. Con esta imaginativa trama, Atwood lograba reflexionar sobre lo que se ha dado en denominar la extinción de la clase media, y también en torno a los hábitos de vida de la pareja moderna.
La hembra sojuzgada
La también autora de unos Nueve cuentos malvados (Salamandra, 2019) llenos de situaciones donde se desenvolvían criaturas extrañas en torno a asuntos como la enfermedad, la vejez y la muerte, con trasfondo fantástico también, vuelve, pues, a protagonizar a escala mundial un momento importante en el plano editorial.
La adaptación de El cuento de la criada se estrenó en abril de 2017 y no ha parado de recibir premios y un seguimiento masivo por parte de la audiencia de la plataforma HBO y por parte de Antena 3 en España. «Esta novela visionaria, en la que Dios y el gobierno se funden y Estados Unidos se convierte en una teocracia puritana, puede leerse como un volumen gemelo de 1984 de Orwell; de hecho, como su reverso», dejó escrito el narrador, ya desaparecido, E. L. Doctorow, acerca de una historia que combina realismo y fantasía de forma inquietante, y que podría ser tanto un vaticinio de lo que vendrá como una forma de ver el pasado atroz en torno a la vulnerabilidad de las mujeres durante la historia.
En esos Estados Unidos terribles, alternativos, que Atwood propuso en los años ochenta, unos políticos teócratas se hacían con el poder, suprimiendo la libertad de prensa y, sobre todo, los derechos de las mujeres. Nacía así la República de Gilead, en la que la hembra es sólo una herramienta para hacer crecer la natalidad, pues los nacimientos han descendido de manera alarmante por culpa de las enfermedades de transmisión sexual y la contaminación ambiental; en caso contrario, de rebelarse, la ley dicta que se la ejecute de forma pública o se la destierre a unos terrenos donde le espera una muerte probable a causa de la polución de los residuos tóxicos. Se dejaba entrever, con este argumento, el fundamentalismo religioso, la crueldad de la sociedad patriarcal, el fanatismo político. Las mujeres no pueden hacer nada, no pueden poseer nada; si son fértiles, servirán, simplemente –y se las llama criadas–, y ello se justifica mediante una interpretación extremista de un versículo de la Biblia.
Algunos acontecimientos ejemplifican cómo ha trascendido el libro de Atwood y su versión televisiva: en varias manifestaciones en diversas partes del mundo, a favor del aborto legal, en contra de la misoginia o en repulsa a la elección de Donald Trump como presidente del Gobierno estadounidense, la gente acudió disfrazada de Criadas con un lema que aparece en la segunda temporada de la serie, escrito en latín: Nolite te bastardas carborundum, una inscripción que ya se había asomado en el cuarto episodio de la temporada anterior pero que tomaba protagonismo cuando el personaje de June Osborne/Defred (encarnada por Elisabeth Moss), la sirvienta asignada a la familia del comandante Fred Waterford (con el rostro de Joseph Fiennes) descubría estas palabras grabadas en el armario por una anterior criada, que se había suicidado al no poder soportar los horrores de Gilead. Así, en una partida de scrabble entre Defred y Fred, esta preguntaba por el significado de la expresión, a lo que él contestaba algo como «No dejes que los cabrones te hagan polvo».
Y así se continuará intentando en Los testamentos, pese a que no se ha divulgado apenas nada de su contenido, en que sin duda se seguirán las peripecias de las criadas entrenadas y educadas para servir a los líderes políticos, siendo violadas para abastecer de hijos a las élites familiares, en una sociedad distópica pero tan real en ciertas naciones hoy en día en que el color distingue a las mujeres: las de verde son las llamadas Marthas (amas de casa y cocineras), las de azul son las esposas, las de gris son las que representan la mano de obra barata y, ya saben, las vestidas de rojo son las criadas.
Contra el movimiento #MeToo
La novelista canadiense fue pasto de la controversia cuando hace un tiempo firmó un artículo en el diario Globe and Mail de Toronto que causó un gran revuelo. En él, afirmó que el movimiento #MeToo era el reflejo de un tipo de justicia que no se estaba llevando a cabo bien. «El movimiento #Metoo es síntoma de un sistema de justicia roto», escribió en la columna titulada ¿Soy una mala feminista? Con su característica ironía, Atwood afirmaba: «Con demasiada frecuencia, las mujeres y otras víctimas de abuso sexual no pueden obtener una atención adecuada por parte de las instituciones, incluidas las empresas, así que usan una nueva herramienta: internet». Tales ideas, naturalmente, generaron una gran polémica en las redes sociales, más si cabe cuando la autora, gracias a El cuento de la criada, es una gran denunciadora de los padecimientos de las mujeres mediante esa narración en que describe el futuro apocalíptico de una sociedad que convierte a las mujeres fértiles en esclavas sexuales.
Por otra parte, Atwood volvió a recurrir a su mordacidad cuando, al respecto de las actrices que denunciaron los abusos del productor Harvey Weinstein, pues habló de «estrellas caídas del cielo». Incluso, en aquel artículo, contó el caso de un profesor universitario que se enfrentó a acusaciones de bullying y acoso sexual en 2015, cargos por los que fue exonerado, en una clara referencia a que los juicios populares paralelos e inmediatos tienen un gran riesgo. «Ahora parece que estoy llevando a cabo una guerra contra las mujeres, como la misógina mala feminista pro violación que soy», escribía la escritora, que ponía sobre la mesa la idea simple de que acusación no es sinónimo de culpabilidad, y que tal práctica sería más bien propia de regímenes revolucionarios, violentos o dictatoriales.
Recalcaba así que el #MeToo podía constituir una forma de tomarse la justicia por su mano. «El movimiento ha sido muy efectivo y se ha vivido como una llamada al despertar multitudinario. ¿Pero qué viene después?», se preguntaba; y poco después, frente al aluvión de críticas y comentarios que despertó su artículo, publicó un tuit en que se disculpaba, pero, claro está, de forma irónica, ante la «Diosa Suprema omnisciente, omnipotente y responsable de todos los males», por haber «fallado al mundo en la igualdad de géneros».
Los testamentos
Margaret Atwood
Salamandra, traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, 512 pp., 21 €
TONI MONTESINOS