«Siempre sensible a la multiplicidad de voces, a captar todos los gustos y experiencias de los conciudadanos que elevó a categoría literaria, a Galdós, en el fondo un gran humorista, de vez en cuando se le rebela algún personaje»
«Resulta indispensable, piensa Galdós, ir más allá de lo anecdótico y lo rural; cabe atender a la clase media en su amplio espectro, pues no en vano es la que hace política, administra, discute, enseña y se forma»
«Galdós pone cristales que reflejan o transparentan la realidad en las alturas y a ras de suelo, tras los bancos de los parques, en las escaleras de los edificios, encima de los mostradores de los comercios»
El 4 de enero de hace cien años moría Benito Pérez Galdós, el considerado segundo mejor escritor en la historia tras Miguel de Cervantes. Con ese pretexto analizamos cómo afrontó la narrativa realista el genio canario.
Alude el narrador de bastantes de las novelas galdosianas, con harta frecuencia y ya desde La Fontana de Oro (1870), a «esta verídica historia», heredando el gusto cervantino por avivar el juego ficcional entre el lector, el que cuenta la historia y sus personajes; en la obra citada, por ejemplo, es el personaje Bozmediano quien informa de los hechos al «autor». Irá así poniendo a las claras el escritor canario su intención de mezclar lo histórico y geográfico reales con la invención de unos seres que transitan por Madrid, que podrían verse reflejados en las novelas firmadas por un hombre llamado Benito Pérez Galdós y que aparecían por entregas en la prensa o en uno o varios libros de forma casi anual. Ya ciego, en sus últimos tiempos, se cuenta que en algún momento especialmente conmovedor, Galdós mencionó a uno de sus personajes cual si fuera una criatura real, como su admiradísimo Balzac había hecho en sus últimos días moribundo, él también casi ciego, cuando llamó a un médico creado por él mismo.
Siempre sensible a la multiplicidad de voces, a captar todos los gustos y experiencias de los conciudadanos que elevó a categoría literaria, a Galdós, en el fondo un gran humorista, de vez en cuando se le rebela algún personaje, como Joaquín en La desheredada, que responde de esta guisa a la idea de Isidora Rufete de huir juntos y perderse románticamente en un lugar apartado: «Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio». El antiidealismo es la piedra de toque de unos comportamientos alejados de lo lírico, espejo de una sociedad prosaica, gris, paupérrima, en la que a todo escritor –él mismo no fue una excepción por cuanto sufrió considerables problemas económicos– le depara un destino aciago. De hecho, Galdós no se muestra condescendiente con los literatos que se asoman a sus páginas; muy al contrario, o se burla de ellos o los coloca como harapientos intelectuales medio locos –el mejor ejemplo es José Ido del Sagrario–, o como profesores que viven en su torre de marfil ignorantes del mundo, tal es el antihéroe humanista de El amigo Manso, o como científicos con conocimientos filosóficos –el ingeniero Pepe Rey– cuyas ideas son amenazadoras para la tradicional localidad de Orbajosa en Doña Perfecta.
Este sentido patéticamente paródico se volverá revisión cínica cuando Galdós se siente a escribir unas Memorias de un desmemoriado, como no podía ser de otra manera considerando la incomodidad que siempre mostró a la hora de hablar de sí mismo, tanto de su vida como su obra. Hay un pasaje genial en dicho libro; en él, burlándose de la falta de precisión de sus propios recuerdos, dialoga con su memoria, confesando: «Es que lo imaginario me deleita más que lo real».
La novela: imagen de la vida
Se ha dicho repetidamente, en este sentido, que la literatura naturalista es sinónimo de literatura moralista: «Se trata del carácter didáctico que Galdós descubre en la ficción novelesca», señala Laureano Bonet, en su edición de los textos teóricos galdosianos, poniendo el acento en «las insospechadas posibilidades que, para el buen creador, encierra el entrecruce de problemas religiosos, morales, políticos y sentimentales propios del ámbito “doméstico” de la burguesía». El escritor había ido perfilando su trayectoria narrativa mediante un proceso de reajuste –deducción de los referentes útiles: El Quijote, la prosa picaresca, Flaubert, Dickens, Balzac, Zola–, y de absorción y superación de la literatura precedente y contemporánea nacionales: el costumbrismo madrileño tan admirable para él de su amigo Mesonero Romanos –aunque fuera insuficiente para llevar la vida de entonces a la novela, tan dada solamente al banal entretenimiento folletinesco, y que el propio Galdós había practicado en sus primeras colaboraciones periodísticas– y el costumbrismo rural de su también idolatrado José María de Pereda, sobre todo en El sabor de la tierruca, libro que prologó Galdós y en el que habla de su amigo santanderino como del «portaestandarte del realismo literario en España», pese a que se limitara a un ámbito sólo localista.
Resulta indispensable, piensa Galdós, ir más allá de lo anecdótico y lo rural; cabe atender a la clase media en su amplio espectro, pues no en vano es la que hace política, administra, discute, enseña y se forma. Sólo de tal modo se abrazará la realidad en toda su compleja diversidad. En su discurso de entrada en la Real Academia Española, titulado significativamente «La sociedad presente como materia novelable» (1897), dijo: «Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de la raza, y las viviendas, que son el signo de la familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad».
Pero el espejo galdosiano no se limita a copiar, sino a inventar, novelar, a partir de lo observado previamente. Galdós no es un retratista que pinta un paisaje de tipologías humanas, ni un notario de los acontecimientos y hábitos de la época, ni un documentalista que reúne información objetiva para exponerla de forma amena; es un artista que prefiere lo imaginado a lo real porque la realidad sin imaginación no tiene validez alguna. Por esta razón, han caído en el absurdo los intentos de relacionar a los personajes ficticios con personas de carne y hueso que trataron al escritor.
El espejo stendhaliano a lo largo del camino se queda en parco símbolo leyendo hoy las historias de Galdós. Éste pone cristales que reflejan o transparentan la realidad en las alturas y a ras de suelo, tras los bancos de los parques, en las escaleras de los edificios, encima de los mostradores de los comercios. Y no sólo se trata de espejos ordinarios cuyo brillo ciega o ilumina, sino que agrandan, empequeñecen o deforman, pues en más de un caso el esperpento –la caricatura tragicómica, pues a menudo mezcla humor y drama– se hace dueño de la imagen de un personaje, sobre todo en los numerosos dementes que habitan las páginas galdosianas.
Lo quijotesco galdosiano
Desde muy pronto, ya desde los primeros escritos galdosianos, el perfil psiquiátrico quijotesco, por así decirlo, se desenvuelve de muchas maneras: a veces de forma innegable y otras de forma ambigua, como, respectivamente, en el caso de la loca y adinerada Isabel de El doctor Centeno, y en el de su sobrino Miquis, el cual sufre, en la misma obra, un desequilibrio nacido de su ánimo idealista y soñador, de un cariz quijotesco similar al de Isidora, pariente a su vez del hombre al que va a visitar al manicomio donde empieza su peripecia. Asimismo, se encuentran ejemplos de cómo un personaje sufre la transformación de cuerdo a loco: la Rosario de Doña Perfecta, de la que alguien dice «está ya perdida de la cabeza» cuando asesinan a su novio Pepe Rey y antes de internarla también en un manicomio, o el Daniel de Gloria, que enloquece al morir su enamorada.
Lo cervantino, pues, tanto en su vertiente realista-social como en la que atiende a lo irracional-fantasioso, ejerce una influencia esencial en Galdós, tan bien subrayada por Ricardo Gullón, pionero en llamar «moderno» al canario y sacarlo del polvoriento estante de autores decimonónicos mal revisados en el siglo XX. La realidad, la verdad novelesca, necesita conjugar el plano real con el inventado; hay una perfecta conexión entre lo histórico y lo novelesco en Fortunata y Jacinta, cuando se funde el discurso de los cambios comerciales en Madrid con personajes imaginarios. Para llegar a tal ilusionismo, se necesita, desde luego, un paciente proceso artístico, una maduración de los componentes narrativos junto con el dominio de la representación realista del entorno: Galdós, en su infancia y adolescencia, ve los últimos coletazos de la literatura romántica, que luego dará paso al costumbrismo y, paulatinamente, como apunta Germán Gullón en su edición de La desheredada, a la introducción de lo verosímil en la segunda mitad de siglo XIX mediante el lenguaje popular, a través de los diálogos de unos personajes que caminan por calles que el lector identifica con su propia cotidianidad: «Todo ello concede a la novela galdosiana la fuerza que poseen los testimonios, y le permite entablar un discurso con la realidad epocal […]. Él enfocaba directamente el corazón de la realidad».
La sombra del Londres dickensiano, del París balzaquiano, es muy alargada. Clarín tiene muy presente estos referentes sin duda cuando, en su texto «Benito Pérez Galdós (estudio crítico biográfico)», habla de su amigo como del «primer novelista de verdad, entre los modernos, que ha sacado de la corte de España un venero de observación y de materia romancesca, en el sentido propiamente realista, como tantos otros lo han sacado de París, por ejemplo». De hecho, lo llama «novelista urbano», destacando además su «antilirismo», su escritura explicativa y sencilla que nos hace evocar el «escribo como hablo» de Alfonso de Valdés. Es el tiempo este del artículo de Clarín, el año 1889, el de los inicios de una nueva manera de novelar para Galdós, al parecer de G. Gullón, en su introducción a Tristana, que englobaría las obras escritas entre 1888 y 1897: «Cuando roza la cincuentena de edad la realidad contemporánea no es ya la principal maestra de su existencia, sino que ha sido sustituida por la observación y las experiencias vitales». El crítico, al calificar obras como la citada Tristana (1892), se refiere a «un realismo profundo, que permite auscultar la personalidad humana. La representación de los rasgos físicos y de la conciencia del ser humano tuvieron prioridad en las maneras anteriores, ahora el narrador se centra en auscultar lo que le mueve desde el interior». Y puntualiza más si cabe: «Podríamos denominar al realismo de esta obra, basado en un asunto autobiográfico, realismo íntimo. Muy distinto al realismo basado en la reproducción de personajes intuidos en los contactos con el mundo».
Toni Montesinos
Una biografía, una novela y una exposición
El pasado octubre apareció una novedad que está ligada a la actualidad de una onomástica que se extenderá durante este 2020. Francisco Cánovas, doctor en Historia y profesor universitario, publicaba una biografía de Galdós que abordó al escritor pero también al hombre comprometido. Así, a diferencia de otros autores, se distinguió como un observador contundente de la realidad social a la vez que contribuyó a la construcción de una España más libre y solidaria. Cánovas, así, estudiaba tres rasgos complementarios de su vida: la inserción de su actividad en las coordenadas históricas y culturales de la época que le tocó vivir; la relevancia social de sus escritos, tanto literarios como periodísticos; y el compromiso cívico y democrático que mostró en todas las facetas de su proyección pública.
Asimismo, se publicó hace unas semanas una novela en que se mostraba a un Galdós pobre, enfermo y casi ciego, que firmó Carolina Molina. Esta recrea cómo el autor tuvo la necesidad de ampararse en otros ojos más jóvenes para continuar su labor literaria; como Carmela Cid, personaje que acompañará al genio y que será el medio de recorrer los escenarios de su existencia, desde que llegara a Madrid, como estudiante de Derecho, hasta convertirse en periodista y narrador prestigioso.
Por último, cabe decir que se inauguró una exposición, comisariada por Germán Gullón y Marta Sanz, que se puede ver entre el 1 de noviembre de 2019 hasta el 16 de febrero de 2020 en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se muestran más de 200 objetos entre manuscritos, libros impresos, esculturas, grabados y lienzos galdosianos procedentes tanto de los fondos de la Biblioteca como de otras entidades y coleccionistas privados. Tras su paso por Madrid, la exposición podrá verse en Las Palmas de Gran Canaria, en la Casa Museo Benito Pérez Galdós, entre abril y agosto; y en La Laguna (Tenerife), en el Instituto Canarias Cabrera Pinto, entre septiembre y noviembre.
Benito Pérez Galdós: vida, obra y compromiso
Francisco Cánovas Sánchez
Alianza, 504 pp., 25 €
Los ojos de Galdós
Carolina Molina
Edhasa, 512 pp., 21,50 €