Pocos son los autores que consiguen tocar el filón de los temas universales y lo hacen desde la humildad cristalizada en una vida de experiencia y reflexión. Aprendívoros es una apuesta sin complejos, pero también sin alharacas, en torno a los retos más acuciantes que debe afrontar el ser humano en su horizonte inmediato.
Hace unos años, cuando parecía que el neoliberalismo galopante era imparable (tampoco está claro cuál es el estado actual de esa batalla teórica) se escuchaba en los mentideros críticos con la docencia una frase tan anglosajona como terrorífica: «Those who can, do. Those who cannot, teach». Algo así como el que vale hace y el que no enseña. Tal aseveración ponía de manifiesto el desprecio, a veces no demasiado soterrado, por la labor educativa, que no es otra cosa que guiar, en el sentido general e íntimo, a los jóvenes para que sean adultos plenos. No es cuestión baladí, ni mucho menos, que la sociedad percibiera una de las piedras de toque de su futuro como una herramienta devaluada y sometida al destierro de una existencia desgraciada. Si bien es cierto que en su origen Bernard Shaw usó esta afirmación en sentido contrario, polemizando en torno a ella, como era su costumbre.
Afortunadamente, hemos logrado ir orillando tales actitudes y pensamientos a los márgenes de las sociedades que consideramos desarrolladas, aunque aún estamos lejos de extirparlo, si es que tal verbo es aplicable a una idea. Más bien sería necesario trabajar en torno al concepto de transformación. En esta misma línea, el último ensayo de Santiago Beruete apuntala esa corriente de dignificación de la enseñanza para, a la vez, inaugurar una reflexión de mayor calado: modificar las actitudes y el relato colectivo en torno a dos ideas teóricamente alejadas, pero muy unidas en la realidad, la actuación frente al cambio climático y la labor de educar. Ambas cuestiones no están exentas de riesgos, como es lógico en todos los planteamientos de fondo.
Beruete es un filósofo sencillo, aparentemente feliz, pero que deja cargas de profundidad entreveradas en sus textos. El autor encuentra en el cultivo de los jardines, en el contacto esmerado con la naturaleza y la admiración por lo que nos rodea las verdades del barquero que por comodidad, ambición o inoperancia hemos obviado, como por ejemplo que «la plenitud es lo contrario del despilfarro». El filósofo y poeta ha venido para apuntar, ya desde sus obras previas Jardinosofía y Verdolatría, la necesidad de recuperar aquello que siempre ha estado ahí, pero desde una perspectiva novedosa y tan natural que por evidente se nos olvida. Si la función del artista es educar la mirada, la del filósofo no está muy lejos de ello, reflexionando sobre aquellos mimbres podridos o mejorables en el panorama actual. La duda y la crítica, razonada y razonable, son armas de futuro, si es que deseamos tener uno. Por eso, la primera parte de Aprendívoros abunda en la cuestión urgente de la emergencia climática, pero sostenida en el andamio de razones apabullantes en su simpleza y calado. La preocupación por el medio ambiente, nos dice Beruete, va ligada a la preocupación por la justicia social. Datos como que el 0,01% de la biomasa es responsable de la desaparición del 80% de las especies resultan demoledores.
Del mismo modo, aterra pensar que en la inmensa mayoría del planeta los paisajes antropoizados, aquellos en los que predomina la acción del hombre, suplantan a la naturaleza salvaje, pues nos deja sin aliento y, sobre todo, sin la ilusión decimonónica de hallar paisajes vírgenes.
Sin embargo, Beruete no ve una tragedia en la necesidad imperiosa de cambio. Antes bien, considera que hay una oportunidad de catarsis en el acto mismo de sobrevivir. La economía circular, la construcción de un nuevo relato que frene el ecocidio y de un paradigma vital en el que se atienda a diversos temas trascendentales del planeta es el camino que propone. No hay ni una palabra desaprovechada en el camino, que es fértil, como las estructuras de su último libro que se asemeja a la forma de un frondoso árbol.
A pesar de que el objetivo sea importante, y hasta fundamental en el desarrollo de la humanidad, Beruete comulga con el presupuesto clásico, ya lo dijo Petrarca, de que el sentido del viaje está en el trayecto y no en la meta. Por todo ello, entenderemos mejor que nunca la importancia de educar, pues en la asunción pedagógica de determinados presupuestos se asienta la capacidad del ser humano para seguir siéndolo. Y este es el eje vertebral de la obra: la educación como elemento de cambio. La potencia del argumento es de una efervescencia sugerente, pues otro mundo se alza ante nosotros en estos tiempos oscuros, contaminantes y pandémicos.
Partiendo de que todos somos autodidactas en el camino de la vida, y de que el ser humano es pura capacidad de convertirse en otra cosa a través del conocimiento, se desglosa en estas páginas un inventario de modos educativos ligados a la experiencia y a la defensa de la naturaleza. Sólo alguien que lleve toda la vida en el aula, y que no haya sucumbido a las hieles del desencanto, puede ser autor de las propuestas y reflexiones que aquí se presentan. Así, Beruete hace de trasunto de Rilke en un brillante y áspero capítulo que podríamos llamar Cartas a un joven maestro, aunque el autor lo hace de una manera aún más atractiva. No deja el filósofo de explicarnos lo que es un hombre cultivado en su vertiente integral, de las inquietudes particulares a los anhelos comunes.
El libro acoge más de una crítica de las nuevas pedagogías que no han pisado el aula, cuestionamientos como el del concepto actual de creatividad, tan pervertido como dominado por la mercadotecnia, y análisis de los misterios docentes, desde la arquitectura de las escuelas a las características del profesorado, sazonado con un toque de humor que no puede dejar de esconder certezas incómodas.
Dos modelos de aproximación destacan en el entramado de ideas seductoras que es este ensayo. En primer lugar, y tal y como dice Beruete, «Seguramente quien no ha subido a árboles de niño queda incapacitado para la literatura». Esta pieza, prácticamente un aforismo con el que se cierra un capítulo, abre la espita de lo emocional e íntimo (lo propio) convertido en agente analítico. Esa implicación personal en el texto lo dota de humanidad y, por tanto, de la segunda idea clave a la que queremos hacer referencia. Se trata de la absoluta y sincera falta de pretenciosidad. Es decir, la manera de abordar temas tan candentes como la ecología o la actitud en el aula navegan en las aguas de la naturalidad más sincera. La falta de artificio y la huida de toda impostura funcionan como un componente embriagador y, finalmente, cumplen su objetivo. Enseñan, matizan, aportan, abren perspectivas y, desde luego, activan conciencias.
Juan Laborda Barceló.
Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad
Santiago Beruete
Turner, 280 pp., 23,90 €