¿Los romanos conquistaron a los celtas de las islas británicas? ¿Desde cuándo es una monarquía? ¿Cuándo Inglaterra, Irlanda, Escocia y Gales conforman un reino unido? ¿Cómo se independizaron las colonias del Imperio británico? ¿Por qué tiene una “relación especial” con Estados Unidos? ¿Por qué la música británica conquistó todo el mundo? ¿Cuál ha sido su relación con Europa? ¿Por qué triunfa el Brexit?
Si hay alguien que puede contestar a estas preguntas con profundo conocimiento de causa y de una manera divulgativa, no exenta de ironía, es Tom Burns Marañón. Licenciado en Historia Moderna en la Universidad de Oxford y durante cincuenta años ha desarrollado una brillante carrera como periodista: ha sido corresponsal de Financial Times, The Washington Post, Newsweek y ahora colabora habitualmente en Expansión. Por su fomento de las relaciones hispano-británicas ha sido nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico. También recibió el XXV Premio FIES de Periodismo.
Por cortesía de editorial Turner, les ofrecemos el prólogo del libro, que ya está a la venta.
HISTORIA MÍNIMA DEL REINO UNIDO
Tom Burns Marañon
Turner, 224 pp., 19,90 €
PRÓLOGO
La historia del Reino Unido está, como la de todos los países, envuelta en leyendas, pero puede que en el país de Kipling esté más arropada por ellas que en otros porque los británicos son maestros a hora de contar cuentos.
Rudyard Kipling (1865-1936), que nació en la India en lo que hoy es Mumbai y entonces era Bombay, periodista, poeta, autor de cuentos cortos y de novelas para todas las edades, fue el cantor de la Gran Bretaña imperial. A poco de cumplir los cuarenta y un años fue el primer autor en lengua inglesa que recibió el Premio Nobel de Literatura. En 1906, el año anterior a recibir el galardón, Kipling publicó Puck de la colina de Pook, un originalísimo volumen de fábulas y versos en torno a la historia del Reino Unido que son recitados por un elfo, el Puck del shakesperiano Sueño de una noche de verano, a dos niños en la bucólica campiña del sur de Inglaterra. Una generación de críos británicos, nacidos antes de la Gran Guerra, no olvidaría estos y otros relatos del pasado de su país. Al comienzo del siglo xx el Imperio británico estaba en su apogeo, pero Kipling, que conocía sus luces y sombras, intuyó que su poderío no tardaría en desfallecer.
El hilo conductor de cualquier historia breve o extensa del Reino Unido es la explicación de cómo unas islas separadas por brumas y bruscas mareas de la Europa continental, y al margen de sus grandes dinastías reinantes, pudo hacerse con un imperio global.
El British Empire, que alcanzó su cénit en el siglo xix, es solamente comparable con los imperios romano y español. En extensión superó a ambos y en músculo militar y poderío económico también.
El razonamiento consensuado es que los británicos triunfaron porque hicieron las cosas en libertad y a su manera. El excepcionalismo del Reino Unido se debe a que se adelantó a todos en la limitación del poder de la Corona y que resolvió la cuestión religiosa antes que ninguno. La geografía gobierna la historia y el hecho de ser un conjunto de islas protegidas por una experimentada marina de guerra hizo posible el particularismo del Reino Unido.
Shakespeare describió Inglaterra como “esta tierra de majestad… este otro Edén… esta piedra preciosa enclavada en un mar de plata”. Su paraíso de los hombres libres era el de los happy few, los ‘pocos felices’. Estaba protegido por los “muros de madera” de la Royal Navy que en el siglo XVI fundó Enrique VIII, el prototipo del inglés que se pone el mundo por montera. De hecho, a partir del primer milenio los británicos no sufrieron ninguna invasión hostil.
El XIX fue un siglo indiscutiblemente “victoriano” de hegemonía británica. A mediados de él la reina Victoria inauguró en Londres una temprana “Exposición Universal” que exteriorizó la prepotencia del Reino Unido para propios y extraños. La Great Exhibition, una grandiosa exhibición levantada en Hyde Park, el inmenso parque central de Londres, que duró de mayo a octubre 1851, celebraba la Revolución Industrial. Con intencionada contundencia daba urbi et orbi, una serie de mensajes que ensalzaban la autoestima nacional y eran inapelables en aquel momento.
De acuerdo con la narrativa nacional y monumental de los británicos, se llegó a la cima imperial por la pronta autoafirmación de un “yo” identitario y, a la vez, por circunstancias fortuitas. Mientras los poderes continentales se batían en guerras dinásticas en el siglo XVIII y luchaban contra el vecino para extender sus fronteras, los británicos, un pueblo marítimo, comercial y orgulloso de ser libre, se dedicaron a colonizar el ultramar en busca de materias primas y mercados para su naciente industria manufacturera. Se dijo que se habían hecho con un imperio por casualidad y aprovechando el descuido de los demás.
El que se acercaba a la exposición de 1851 asimilaba que Gran Bretaña era el taller del mundo y el suministrador de su energía, el carbón; que el Reino Unido financiaba y transportaba los negocios internacionales; que los británicos dominaban el progreso científico y el desarrollo tecnológico, y que el padre de la economía moderna, que era la global, era un británico, Adam Smith. Además, en una época de mucho barullo político en el continente europeo, el visitante aprendía que Gran Bretaña tenía un sistema parlamentario y una Corona constitucional que aseguraban la estabilidad y el avance de la libertad política.
Victoria, que murió octogenaria en 1901, fue a lo largo de los sesenta y tres años de su reinado soberana de dominios y colonias en los cinco continentes y emperatriz de la India. El XIX fue el siglo de “Rule Britannia!” y la Royal Navy dominaba los siete mares. El Reino Unido reunía bajo la Corona imperial lo que en el siglo xxi serían Silicon Valley, Cantón y los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudita.
Por regla general las viejas naciones presumen de un recorrido excepcional para distinguirse de las otras. La originalidad de la que se jactan los británicos puede que sea especialmente justificada. Hicieron cosas extravagantes porque siempre fueron muy suyos.
Siendo un país apegado a la vieja religión y destacadamente mariano, rompió con Roma y la cultura católica continental en el siglo XVI y creó su propia Iglesia estatal, que era la anglicana. Entrado el siglo XXI, cuando sus negocios y sus servicios financieros estaban volcados en el mercado único continental, el Reino Unido volvió a divorciarse de Europa. Rompió con la Unión Europea después de más de cuarenta años de compenetrado matrimonio.
Es por ello, por hacer las cosas a su aire, que la excepcionalidad del Reino Unido cobra especial interés. Todo ensayo historiográfico, según el canon del oficio, relata lo que ocurrió en una determinada sociedad e intenta descifrar por qué las cosas sucedieron de una manera y no de otra. Cuanto mayor sea la particularidad de lo acontecido, mayor es el interés.
El estudio de lo que pasó y por qué pasó es especialmente interesante en el caso del Reino Unido. Los británicos conocen muy bien las gestas que protagonizaron los héroes de su pasado, también las sombras de los villanos, y están conformes con el sugerente destino patrio que narra su historia monumental. Se ufanan con el relato de una narrativa lineal y ascendente, generalmente pactada y siempre unidireccional, hacia el temprano reconocimiento de los derechos civiles y una pronta prosperidad.
La virtuosa trayectoria comenzó con la Carta Magna de 1215, en la cual la Corona reconoció las limitaciones de su poder y fue espoleada por la Revolución Gloriosa de 1688, en la cual el Parlamento consolidó el suyo. En el siglo xix se amplió el sufragio, se implementaron políticas sociales y el Reino Unido evitó los conflictos cívicos que desestabilizaron la vecindad continental. Inglaterra había tenido su revolución antes que nadie cuando a mediados del siglo XVII fue decapitado el rey y proclamada una efímera república puritana.
La gran explicación del Reino Unido en su esplendor decimonónico corrió de la mano del poeta, alto funcionario e historiador aristócrata lord Thomas Macaulay, uno de los más eminentes entre los muchos egregios que produjo el largo reinado de Victoria. Escribió que gracias al acuerdo entre la Corona y el Parlamento en 1688 “se descubrió que la autoridad de la ley y la seguridad de la propiedad eran compatibles con la libertad de opinión y de la acción individual como nunca lo fueron antes y como de la favorable unión entre el orden y la libertad nació una prosperidad de la cual no existen ejemplos en los anales de las conductas humanas”.
En una de esas deliciosas casualidades que recorren la historia, Macaulay publicó su panegírico sobre la democracia liberal que el Reino Unido exportó a Estados Unidos en 1848, el año en el cual estallaron revoluciones en gran parte de Europa y Karl Marx y Friedrich Engels publicaron en Londres el Manifiesto Comunista. El Reino Unido, dedicado a lo que era lo suyo, siguió su curso reformista.
El gran relato británico se detuvo en el siglo xx cuando el Reino Unido ganó dos guerras mundiales y, debido al esfuerzo realizado, se convirtió en una potencia mediana. “Si alguien pregunta por qué morimos, / di que nuestros padres mintieron”, escribió Rudyard Kipling, el cantor de las grandezas victorianas, sobre la lápida de su único hijo, que en 1916 cayó en el frente.
El Reino Unido perdió su Empire y, como ocurre con todo imperio en fase de decadencia, la búsqueda de un nuevo papel fue un ejercicio frustrante. Y, como también sucede, el que tuvo retuvo. Los británicos no han dejado de ser excepcionales.