Black Sun. Cuando editar era una fiesta
Dominique de Saint Pern
Fórcola ediciones, traducción de Jordi Doce Chanbrelán, 416 pp., 27 €
Aquella idea de que París era una nueva Ítaca, un espacio de creación y esperanza en los años veinte para artistas, bohemios y soñadores es tan ubérrima como cierta. El famoso tiempo de entreguerras fue, tras constatar el derrumbe de los viejos imperios y los ideales oxidados, un limbo festivo y floreciente en múltiples disciplinas. En ese marco aparecieron figuras tan señeras como Harry y Caresse Crosby, editores melancólicos y divulgadores culturales en un tiempo de renacer. Fórcola ediciones publica ahora Black sun, cuando editar era una fiesta de Dominique de Saint Pern en el que podemos construir una imagen veraz y embriagadoramente encantadora, sin caer en el panegírico, de ambos figurones y el riquísimo contexto cultural en el que decidieron vivir.
Resulta complejo entender una fuerza de una atracción, más aún si es planetaria, pero sucede. La I Guerra Mundial, con sus estertores de la vieja Europa y sus campos embarrados, supuso un gran anhelo de aventura e idealismo para toda una generación de jóvenes norteamericanos. Los hijos de la oligarquía bostoniana pedían a gritos su lugar en aquella conflagración. Era casi un modo de estar en el mundo, un aldabonazo frente a la indolencia de sus padres y de su gobierno. El horror de progenitores y partidarios del aislamiento internacional de EEUU se concretaba, sin freno, en un continúo llevarse las manos a la cabeza.
De este modo, Harry Crosby, un joven soñador, bastante inestable emocionalmente y de aspecto romántico, alimentado desde la juventud por un espíritu de rebelión íntima, acabará muy cerca del frente francés del Marne. Él era descendiente de uno de los neolinajes más pudientes y encorsetadores del Boston de inicios del siglo XX. Su padre, un personaje atildado, sin espontaneidad ninguna (cuentan que hacía sonar una campanilla cuando había que reírle los chascarrillos), era tan timorato como emprendedor en los negocios. La familia estaba emparentada con los banqueros de la casa Morgan y el camino del chaval no estaba, ni mucho menos, pergeñado para terminar en la convulsa Europa. Sin embargo, no fue el único norteamericano que acabó allí. Muchos lo hicieron en el AFS (American Field Service). Se trataba del servicio de ambulancias que recorría los límites de aquella carnicería. Los campos de batalla de una guerra de posiciones y trincheras son especialmente mortíferos. Era este un mal menor para los vástagos de los pudientes gerifaltes yanquis, que movieron sus hilos para conseguir ese destino. No dejaba de ser arriesgado, pero no suponía estar directamente en primera línea.
Poco después y huyendo del escándalo de su relación con una mujer casada, madre de familia y poco más de un lustro mayor que él, huyó junto a ella de nuevo a Europa. Harry y Polly (sobrenombre primero de la genial Mary Peabody) deciden instalarse finalmente en París. Será allí donde le cambie el mote por el de Caresse (caricia), un término más que significativo. Así nace esta pareja que fue uno de los vórtices sobre los que giró aquel tiempo. Su relación singular no está exenta de elementos maternales y erotizantes.
Aquel equipo de dos se fue convirtiendo en uno de los ejes vertebrales del París de los años veinte. De ahí el juego del título, Hemingway mediante. En aquella época puede que hasta vivir fuera una fiesta, aunque la resaca estaba a la vuelta de la esquina.
Son, como sabemos, tiempos ricos en genialidades ingobernables, poetas malditos, afianzamiento de las vanguardias, moralidades laxas y champan para desayunar. Los ecos de un mundo que ya no volvería cobran sentido en los papeles que producen toda una serie de autores, entre los que destacan las personalidades impagables de la generación perdida.
Si hoy en día vivimos con pesar las severidades del tiempo líquido, ese del que el filósofo Todorov explica que se nos cuela entre las manos en cada curva de la existencia, ellos quisieron dejar huella. Así, se decidieron por una labor preciosista y galvanizadora en la honrosa lentitud de sus formas. No nos estamos refiriendo a otra que a la edición. Sin embargo, editar no siempre es una fiesta. Es más bien como cualquier otro arte, un proceso íntimo que acaba volcando en materia visible los rasgos de la personalidad propia. El proyecto de Harry y Caresse (que pide una biografía solo para ella a gritos) recoge muchas de las virtudes necesarias del editor. Son, precisamente, las mismas que ahora faltan en líneas generales en el mundo editorial.
Ellos supieron encontrar filones en sus coetáneos. No era difícil, pues Scott Fitzgerald, Maurice Sachs, D. H. Lawrence o Archibald MacLeish formaban parte de aquella extraordinaria amalgama a la que editaron o trataron. Querían, además, atender al detalle y al gusto en lo material. Parieron, por tanto, ediciones con tintas de lujo y lomos artesanos que siguen enloqueciendo a coleccionistas pudientes (y fetichistas). Las tiradas eran mínimas y su propuesta casi comulga con el movimiento de promover lo lento y lo íntimo que, como un caracol, se cuela hoy en día entre las rápidas disputas de las redes sociales. Aquello no daba lugar a grandes remuneraciones, pero sí respondía al cuidado y a la sensibilidad que ambos atesoraban en su interior. De este modo, y aunque vivieron sometidos a diversas tormentas interiores (como el permanente donjuanismo de él o su dificultad para superar el autoimpuesto exilio parisino) destilaron su inquietud intelectual y estética hacia la búsqueda generosa de buenos textos. No obstante, no conviene edulcorar la historia. Ellos mismos admitían, poetas caprichosos y alocados, que crear una editorial era la mejor manera de dar salida a sus propias creaciones sin someterse a las veleidades de cualquier otro sello. Aunar una cierta potencia económica, casi inherente a su presencia en el mundo, con el anhelo de crear algo propio y de una gran belleza es un proyecto vital sin parangón.
Son un buen puñado los poetas que lo han dejado escrito negro sobre blanco. La belleza hiere de las más diversas maneras, la vida araña. Hay autores que lo vierten todo en sus letras y otros que necesitan subrayarlo con actos. Harry era de estos últimos, por lo que nos dejó de manera prematura cometiendo un sonoro escándalo en lo que podemos denominar un «Mayerling anglosajón». Todo apunta a un pacto suicida en el que el joven poeta y su última amante, Josephine Noyes Rotch, decidieron quitarse la vida. Ambos aparecieron muertos en el apartamento neoyorquino de un amigo de la familia Crosby. No puede haber más puntos oscuros en el suceso, como ya ocurriera con la desaparición del heredero del imperio austro húngaro, Rodolfo de Habsburgo, en 1889 en aquel fatídico pabellón de caza.
A pesar de la tragedia, Caresse se sobrepuso. Y, sobre todo, lo demostró con creces al seguir editando talentos infinitos en esta nueva etapa. Será ahora cuando en el catálogo de Black Sun Press encontremos nombres como William Faulkner o Charles Bukowski. Ahí es nada. No se pierdan esta fiesta.
Juan Laborda Barceló.
Black Sun. Cuando editar era una fiesta
Dominique de Saint Pern
Fórcola ediciones, traducción de Jordi Doce Chanbrelán, 416 pp., 27 €