«El alcohol me sedujo haciéndome brillar y dándome felicidad. Así me atrapó y me llevó al abismo»
El autor acaba de publicar un libro sumamente personal, en que evoca vivencias personales y amorosas, con desenlace trágico. Hablamos de él y de otros asuntos que tienen que ver con el resto de su obra narrativa y su relación con el cine.
El inicio del libro es sumamente contundente. «Te incineraron con una novela mía entre las manos. Por eso escribo este libro.» Y se dice que se trata de una obra autobiográfica. ¿Le ha servido de catarsis contar esta historia?
Deseaba escribir este libro desde, aproximadamente, 2009 o 2010, cuando la tragedia que se narra en sus páginas estaba todavía viva. A veces pensaba que ese deseo, el de escribir, nunca tendría fuerza para empezar. Pero una mañana de 2012, cuando la protagonista de este libro murió en Francia recibí una llamada de su hermana que me dijo exactamente eso, que la habían incinerado con una novela mía entre las manos. Nunca he conocido señal más intensa, invitación más nítida de la realidad para impulsarme a escribir.
Encendí el ordenador, escribí «Te incineraron con una novela mía entre las manos. Por eso escribo este libro» y a partir de ahí dejé que el libro fluyera dentro de mí. Tardé algunos años más en escribir la siguiente frase, pero todo el tiempo notaba el libro dentro de mí. La necesidad de contar esta historia. Supongo que todas las historias personales dolorosas que se escriben tienen algo de catarsis. Yo no lo pensé, ni lo pienso ahora. Simplemente, escribí. Con el libro publicado siento paz, es cierto, pero también un extraño brote de incertidumbre que aún no sé definir.
El proceso empezó en los años ochenta, y no mucho después es otra novela, Esta noche moriré, que también tiene un arranque llamativo y mortuorio: «Me suicidé hace dieciséis años…» ¿Hasta qué punto es importante para usted atrapar al lector de esta manera, diríase que morbosa, si me permite calificarlo así?
Más que morbosa, descriptiva. Me gusta, hasta donde ello es posible, que la primera frase contenga el espíritu entero del libro. Detesto los comienzos retóricos. Las primeras palabras deben seducir, cautivar la atención. Si no, ¿para qué están ahí? Soy muy impaciente, es verdad. En los clásicos puedo relajar un poco la exigencia, pero si comienzo una novela actual y en la primera página no encuentro nada seductor me pongo nervioso. Soy muy obsesivo en eso. Incluso tengo un monólogo brevísimo que se limita a recitar los comienzos de mis novelas.
Justamente, hemos visto que desde hace años sube al escenario junto a Espido Freire para interpretar el dueto de monólogos Esta noche moriremos. ¿Qué nos puede decir de ello?
Una experiencia muy excitante. Todavía circula por los escenarios. Ambos queremos expandirla con nuevos monólogos. Subir a un escenario con el compromiso de narrar una historia, seducir al público con una representación y no con una conferencia o una narración sobre tu último libro, es fascinante y novedoso, gratificante incluso en lo físico: descargas adrenalina, sientes miedo, debes mantener los músculos y la atención en guardia. ¡Lo recomiendo vivamente!
Ambas obras podrían resultar novelas de difícil clasificación, el género se desdibuja. ¿Cómo enfoca la creación narrativa?, ¿le atrae más ese tipo de escritura que la novela más convencional, por así decirlo?
Cuando empecé a escribir trataba de plegarme a convenciones más o menos conservadoras, supongo que todo el mundo lo hace; resulta natural. Pero enseguida surge la tentación de explorar caminos nuevos, propios, y eso es, al menos para mí, lo único que tiene sentido hacer en esta etapa.
Ha escrito para el público juvenil, de modo que el enfoque de obras tan intensas como las mencionadas con las características de escritura para jóvenes ha de diferenciarse mucho. ¿O no tanto? ¿Cómo concibe la forma en que se dirige a adolescentes, para los cuales muchos autores seguramente tratarán de suavizar asuntos turbios de la vida o al menos presentarlos sin tanta crudeza?
En mis primeros libros juveniles cometí muchos errores: el peor, aunque hubo más, fue tratar a los lectores como niños. Eran libros con buenas ideas, creo, pero estropeados por el punto de vista del autor. Pero me di cuenta, y gracias a ello escribí Cielo abajo, en 2005, y Al otro lado de la brújula, junto a Rosa Masip, que acaba de salir. Ambos tratan al lector de tú a tú: es lo que se debe hacer siempre. Y en el ámbito juvenil me interesa casi más que escribir crear propuestas como editor: Como tú, 20 relatos + 20 ilustraciones por la igualdad, de 2019, y Dicen que no hablan las plantas, singularísima recopilación poética ideada y realizada con Raquel Lanseros, son dos libros que me enorgullecen. La literatura para jóvenes debe contener, más que ninguna otra, preguntas que no tienen que ser necesariamente cómodas, elementos de reflexión sobre el ser humano y sobre la sociedad en la que vivimos, y un compromiso nítido con el pensamiento libre y con la solidaridad.
Leemos: «Con los años he aprendido que vivir y recordar pueden ser dos formas contradictorias de lo real. Un hecho acontece y yo lo vivo: esto es real, la forma aparentemente más real de lo real. Sin embargo, ese hecho vivido, nada más acontecer, cruza la frontera hacia el territorio de la memoria, que de inmediato comienza a elaborarlo y reinterpretarlo, como el texto teatral que un mismo actor declamara una y otra vez, muchas a lo largo del tiempo, hasta el final de su vida.» ¿Eso mismo es uno de los objetivos del escritor, conciliar escritura y memoria? ¿Entender o digerir el pasado y convertirlo en testimonio para que no se desvanezca?
Creo que el escritor, como ese pobre actor aturdido, intenta simplemente comprender lo vivido. A veces se logran éxitos parciales y entonces el libro, ya terminado, resulta ser un camino que puede que puede interesar recorrer a otros. Pero eso es una consecuencia posterior de la indagación en uno mismo, que en mi caso es lo que considero interesante. Haber escrito sobre mí mismo, ahora Arde este libro y antes La isla del padre, me ha ayudado a ser una persona más serena. Es como si la prisa hubiera perdido importancia y fuelle.
Habla de alguien, Verónica, con la que convivió durante casi veinticuatro años, «un mar de tiempo que hoy me resulta inverosímil». ¿Es la escritura una forma de terapia, de homenaje?
Podría aplicarse aquí la respuesta anterior, aunque añadiendo un elemento esencial. Arde este libro, más allá de una indagación en mí y en lo vivido, quiere ser también un homenaje a una persona buena que murió. Es mi batalla contra su olvido. Me entristecía pensar que esta muerta tan amada iba inexorablemente camino del olvido y decidí poner ante la apisonadora del tiempo este humilde puñado de páginas escritas. Antes o después será inútil, si no lo es ya. Pero yo lo he hecho.
Leemos: «Me viene a la cabeza, o tal vez lo soñé, aquel viejo cineasta y antropólogo al que le fascinaba la utopía de que cada ser humano dispusiera de una filmoteca propia con los momentos importantes de su vida, algo así como un álbum familiar que sustituyera las bodas, bautizos y comuniones por los instantes de trascendencia verdadera que solo cada uno conoce.» La referencia al cine la pongo como pretexto para preguntarle sobre su experiencia en cuatro películas. ¿Cuál es su vínculo con ese ámbito desde que estudió cine en Madrid? ¿Ha sido algo esporádico o tendrá continuidad en otros proyectos futuros?
Mi gran sueño de juventud fue el cine. Quería ser cineasta y por ello me trasladé desde Bilbao a Madrid para estudiar e intentar ese oficio. Fracasé durante décadas, pero luego, a través del cierto reconocimiento que me dieron algunos libros, accedí a ese mundo anhelado, aunque no como director, que es como yo había imaginado, sino como guionista original o como novelista cuya obra se adapta a la pantalla. Me gustan esas películas, con todas tengo una relación particular de amor. Aunque con los años comprendí que el soñador que era yo a mis diecisiete años fantaseaba en realidad con la idea de ser cineasta en el Hollywood dorado, no en mi realidad circundante. Pero es una formación que acaba por traer alegrías inesperadas: acabo de terminar, junto a Javier Hernández-Simón, la adaptación teatral de Los santos inocentes, que él dirigirá. Me pregunto qué cara habría puesto aquel chaval bilbaíno si alguien le hubiera dicho hace medio siglo que iba a sumergirse en el reto de adaptar a Delibes.
Leemos: «De aquella época recuerdo mi fascinación por el alcoholismo que hermanaba a los idolatrados Edgar Allan Poe, Scott Fitzgerald, Fiodor Dostoievski, Jack London o Dylan Thomas». ¿Cómo se desarrolló en usted esa inicial afición a la literatura? ¿Qué escritores le formaron como lector y escritor?
Fue un recorrido que recuerdo con nitidez: uno, primeras películas cuando era niño y devoción incondicional por la magia que salía de la pantalla. Dos, tebeos para intentar saciar la sed que sentía cuando no podía ir al cine. Tres, salto a las novelas que todos hemos leído en nuestras respectivas adolescencias ávidas: La isla del tesoro, Doctor Jekyll y Mr. Hyde, Frankenstein… Un día, tenía yo de tener catorce años, se cruzó en mi camino Ficciones, de Borges, y ahí todo se expandió de repente. Sigue expandido. En cuanto a la pasión por los escritores alcohólicos de mi adolescencia, supongo que proviene del aura de romanticismo, por supuesto falsa y engañosa, que envuelve al creador adicto a las drogas o al alcohol. Un tema muy peligroso. Si tu héroe de juventud es un escritor alcohólico corres el riesgo de imitarlo. Yo lo hice y morí, aunque luego resucitara.
ARDE ESTE LIBRO
Fernando Marías
Alrevés, 224 pp., 20 €