El 21 de diciembre se celebran los cien años del nacimiento de Augusto Monterroso, autor guatemalteco que destacó sobremanera en el género del microcuento.
Ha pasado a la historia por un microcuento, celebérrimo, de 1959. «Yo quisiera proponer una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»», dijo ltalo Calvino, en Seis propuestas para el próximo milenio.
Augusto Monterroso Bonilla nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa. Hijo de la hondureña Amelia Bonilla y del guatemalteco Vicente Monterroso, pasó su infancia y juventud en Guatemala; después, en septiembre de 1944, llegó como exiliado político a Ciudad de México, donde se estableció y donde desarrolló, prácticamente, toda su vida literaria. En 1936, la familia se instala definitivamente en Ciudad de Guatemala; al año siguiente Monterroso se adentra en actividades literarias y funda la Asociación de artistas y escritores jóvenes de Guatemala, conocida como la «Generación del cuarenta». En 1941 publica sus primeros cuentos en la revista Acento y en el periódico El Imparcial, mientras trabaja clandestinamente contra la dictadura de Jorge Ubico. La publicación, en 1959, de Obras completas (y otros cuentos), su primer libro, lo da a conocer internacionalmente sobre todo por el citado relato, el más breve de la literatura hispanoamericana. En el año 2000 se le concede el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su brillante carrera literaria, y muere el 7 de febrero de 2003 en la Ciudad de México.
Esta sería grosso modo la esencia de la vida y obra de Monterroso, que disfrutó en vida y póstumamente de todo tipo de alabanzas, tanto por sus escritos como por su personalidad, discreta, humorística y risueña. «Como Borges, Augusto Monterroso es uno de los narradores cuya lectura, además de ser un verdadero deleite, nos sirve a los escritores para fijarnos .mucho en lo que vamos a hacer al sentarnos ante una página en blanco», dijo de él el peruano Alfredo Bryce Echenique. «Augusto Monterroso es un escritor fundamental, formidablemente inteligente y misericordiosamente breve», apuntó Carlos Monsiváis.
Fue así la máxima figura hispánica del género más breve de la literatura, el microrrelato. Autodidacta por excelencia, abandonó sus estudios tempranamente, para dedicarse por completo a la lectura de los clásicos, que amó con pasión, como a Cervantes, cuyo influjo es evidente en su obra. Dedicó además buena parte de su vida a luchar contra la dictadura de su país. Sin embargo, era natural de Tegucigalpa, Honduras, pero pronto se instaló junto a sus padres en Guatemala. Durante su adolescencia, se enfrentó a los estragos que la Segunda Guerra Mundial y la dictadura de Jorge Ubico provocaron en el país centroamericano, como explica Andrés Olascoaga en un artículo del 2019, «El maestro de la brevedad».
De hecho, Monterroso «jugó un papel clave durante las revueltas sociales que quitaron de la silla presidencial a Ubico al organizar grupos clandestinos y movilizar la opinión pública desde su columna en el diario El imparcial, uno de los más importantes del país. Al ascenso del general Federico Ponce, Monterroso huyó a México escapando de una persecución policiaca. La embajada de México lo recibió y poco después fue asignado para tomar un cargo diplomático. En 1953 fue llamado por Pablo Neruda para actuar como su secretario en la Gaceta de Chile». En esos años es el momento en que Monterroso comenzó a escribir y publicar microficciones.
Más tarde volvió a México, en 1956, y comenzó a escribir ensayos y narraciones breves, de los cuales tenemos una muestra en Literatura y vida (Alfaguara, 2004), en que la erudición, la protesta sobre la incompatibilidad de Latinoamérica y la utopía política, la defensa del cuento, la anécdota, los clásicos, la búsqueda de personajes recónditos que aporten nuevas luces a figuras conocidas y, sobre todo, la elegancia y el humor que impregnaron toda la obra de Monterroso se reunieron allí para gozo de sus lectores. En forma de ensayos microscópicos, reflexiones, relatos autobiográficos y conversaciones, Monterroso experimentaba de continuo con las formas literarias, con sus lecturas y su idea de la escritura, de las amistades y de la vida.
También cabe destacar, dentro de su trayectoria, La oveja negra y demás fábulas, de 1969; Movimiento perpetuo, de 1972 y las novelas Lo demás es silencio, de 1978; Viaje al centro de la fábula, de 1981; La palabra mágica, de 1983; La letra e: Fragmentos de un diario, de 1987 y la colección de ensayos La vaca, de 1998. En este pequeño libro, la ironía del autor discurría sobre la literatura: la vaca de Maiakovski, los miedos idiomáticos de Virginia Woolf, los insomnios literarios de Raymond Carver, los errores de apreciación de Julian Barnes, la pasión de Pablo Neruda por la gesta de Alonso de Ercilla, un aleph anterior al de Jorge Luis Borges, la literatura fantástica de Juan Rulfo, la imposición de manos de Juan Carlos Onetti, la vitalidad de Erasmo, la presencia de Lya Kostakovski y Luis Cardoza y Aragón, el humor de Tolstoi…
Antes, también había dado un trabajo muy particular, Antología del cuento triste, preparada junto a Bárbara Jacobs. Partiendo de la idea de que un buen cuento siempre será triste porque la vida es triste y un buen cuento concentra toda la vida, hacían ambos una recopilación de los mejores ejemplos de este género, guiados por el criterio de la tristeza y su calidad literaria, escritos en seis idiomas distintos a lo largo de este último siglo. El volumen incluye una amplia panorámica de la literatura universal con cuentos de Joyce, Faulkner, Dorothy Parker, Carson McCullers, Saul Bellow, Juan Rulfo, Herman Melville o Thomas Mann, entre otros.
Asimismo, Monterroso también fue condecorado con la Medalla del Águila Azteca en 1988 por su trabajo como diplomático. Este reconocimiento se suma a la lista donde se encuentran el Premio Xavier Villaurrutia de novela en 1975 y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances en 1996, en cuyo discurso recordó a los ancestros mayas que tuvieron su propia cosmogonía en lo que se conoce con el nombre de Popol Vuh, hasta Rubén Darío, «renovador del lenguaje poético en español como no lo había habido desde los tiempos de Góngora y Garcilaso de la Vega».