Se celebran los doscientos años de la muerte de Percy Bysshe Shelley, del que se acaba de publicar una antología poética en edición bilingüe. Con este motivo recordamos al poeta y su relación con su mujer Mary y otros famosos autores.
El apellido Shelley se relacionará con alguien que lo adaptó de su marido, Mary Wollstonecraft Shelley, la autora de Frankenstein. Con todo, la obra de Mary Shelley irá mucho más allá de su inmortal personaje, lo que acabó por confirmar en lengua española Gonzalo Torné en una iniciativa reciente de la editorial Hermida que llevó el bello título de Amar y revivir, en que reunió una docena de cuentos de la autora inglesa, por siempre ligada al poeta Percy B. Shelley, con el que le unió un destino verdaderamente espantoso, por su mar de desgracias de todo tipo. Y es que parece que el horror persiguió a la pareja en la vida tanto como en sus creaciones literarias: «El lector encontrará en estos cuentos algunos elementos del atrezo de la literatura gótica: torres siniestras, laboratorios alquímicos…, pero mezclados con elementos del imaginario romántico: claros de luna, ruinas romanas…, y de los cuentos populares: duendes, zapatos perdidos…», explicaba el traductor en la introducción.
Este, en el 2021, había ofrecido en la misma editorial un inédito en castellano hasta la fecha Diario de duelo, en que se reproducían los apuntes personales de Mary Shelley, que cubría desde la huida con el que se convertiría en su marido hasta los meses posteriores a la muerte del poeta romántico. Pero no nos adelantemos a ese fin aciago y vayamos a un momento que sería un punto de inflexión absoluto en la vida de la pareja y de la literatura universal.
Y es que hace algo más de doscientos años, en 1816, el mundo vio un fenómeno que hoy nos parecería casi fantástico, después de que el mes de abril del año anterior, el monte Tambora, en la isla indonesia de Sumbawa, entrara en erupción con una potencia que no se conocía en los últimos mil trescientos años. Murió la población del entorno por miles, tanto directamente como por las consecuencias de ello en los cultivos arrasados, y el efecto se extendió hasta el planeta entero, llegando a la estratosfera los aerosoles y las cenizas producidas por la explosión y haciendo que la Tierra sufriera un gradual descenso de las temperaturas (una media de tres grados) que llevó a que aquel año no hubiera verano: el Sol no podía atravesar bien las finas partículas de cenizas que se mantuvieron en el aire durante meses y meses e incluso el cielo se inundó de colores inéditos, de rojos y naranjas, de rosas y violetas en las puestas de sol.
En la Villa Diodati
Del volcán, cuyo sonido eruptivo se pudo oír a mil kilómetros de distancia, emergieron tres columnas de fuego que generaron cenizas que llegaron a más de seiscientos kilómetros de distancia, a lo que se añadió la lluvia de grandes piedras pómez e incluso un tsunami que arrasaría varias islas. Una desgracia local extraordinaria que se convirtió en global, pues conllevó consecuencias letales para la agricultura, la ganadería y en general la producción de alimentos, sobre todo en el hemisferio norte, devastando una incontable cantidad de vidas humanas por doquier.
El enfriamiento conllevó anomalías climáticas que provocaron tanto sequías y lluvias desaforadas como heladas imprevistas ―se dice que en el este y sur de Europa hubo nieve de color amarillo o marrón― y semanas de humedad extrema que generó enfermedades infecciosas letales. Entonces, se originaron diversas teorías para explicar lo que estaba sucediendo, pero no fue hasta 1920 cuando el climatólogo norteamericano William J. Humphreys ―inspirado en un libro de Benjamin Franklin en el que relacionaba las condiciones del fresco verano de 1783 con el polvo que expulsó el volcán islandés Laki― que se vinculó al Tambora con el extrañísimo fenómeno que dejó al mundo entero pasando hambrunas, viendo cómo se extendía el tifus y el cólera, y sumiéndole en un caos que acabó también provocando todo tipo de conflictos violentos y políticos en pos de la más elemental supervivencia.
La vida cotidiana de la gente, así, se vio sometida a los vaivenes del clima, y las lluvias torrenciales tan pronto podían enclaustrar en sus casas a millones de habitantes de la India como a unos pocos miles en lugares tan alejados de Indonesia como Suiza. Aquí, cerca del lago Leman, aquel año de 1816, y gracias, por así decirlo, a la fuerza magnética del monte Tambora, unos cuantos amigos tuvieron que permanecer dentro de la residencia veraniega que estaban ocupado, la llamada Villa Diodati: el poeta Percy Bysshe Shelley y su mujer Mary, y el famosísimo Lord Byron y su médico personal, John William Polidori, el menos conocido del grupo pero de interés extraordinario, tanto por su vida junto a estos genios literarios como por su fin terrible, pues se suicidaría en 1821 con ácido prúsico, con sólo veinticinco años.
Muertes y suicidios
Doctor en medicina, el «pobre Polidori», como lo llamaba burlonamente Byron, se había interesado por el sonambulismo, el mesmerismo y el vampirismo, desde marzo de 1816 era el médico personal y secretario del hombre con quien mantenía una relación tempestuosa: incluso Polidori también protagonizaría alguna excentricidad, la más atrevida un intento de suicidio tras una discusión con su «jefe», por lo que no iba a tardar en ser despedido.
Es más, el grupo estaba marcado por intenciones y éxitos suicidas, pues en aquel 1816 se da muerte la primera esposa de Percy Shelley, Harriet Westbrook, a la que había conocido en Londres cuando la muchacha contaba quince años, en 1810. Este amor inicial, que en agosto de aquel año acabó en boda, se transforma en un drama cuando el poeta se separa en 1914 (un año antes había tenido su primera hija) tras conocer en mayo a Mary, hija de un pensador admirado por él, William Godwin, y de la feminista Mary Wollstonecraft, la cual a su vez intentó suicidarse dos veces por problemas con un amante norteamericano llamado Gilbert Imlay.
Shelley escapa a Francia con Mary y la hermanastra de esta, Claire Clairmont —que siempre quería competir con ella—, y desde allí viajan por Europa sin apenas dinero. Así llegan al verano de 1816, cuando se suicida Harriet, cuyo cadáver se encuentra tres semanas después en el Támesis, y también Fanny, hermana de Mary por parte de madre.
Pues bien, la historia de aquella estancia suiza, bien conocida, ya leyenda, asegura que, por mero pasatiempo para soportar lo mejor posible esas jornadas de tiempo infernal, inventaron un reto que estaba muy acorde con el ambiente que se respiraba, esto es, escribir cada uno la narración más terrorífica posible. El resultado de aquella curiosa competición cambiaría el curso de la literatura y hasta de la cultura popular moderna, pues surgía el hombre como inventor de vida, y el complemento, el ser inmortal, los más poderosos iconos monstruosos contemporáneos.
Un vampiro con Frankensteini
Dejando aparte al Lord Byron que concibió el poema «Oscuridad» —donde se lee cómo «el Sol se había extinguido y las estrellas / vagaban a oscuras en el espacio eterno. / Sin luz y sin rumbo, la helada tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna»—, Polidori escribió «El vampiro», donde se vengaba del poeta poniéndole como un mujeriego sin escrúpulos, y Mary Godwin Wollstonecraft, recién casada con Shelley sin la aprobación paterna, Frankenstein o el Prometeo moderno.
Se trató de una noche mágica perfecta para inspirar todo tipo de hipótesis y ficciones, como la novela de William Ospina El año del verano que nunca llegó ―en que recreó lo que pudo suceder allí durante tres días―, y otra anterior que fue más allá, El diario de Víctor Frankenstein, que convirtió a este científico en protagonista de una trama en la que Peter Ackroyd retomaba la propuesta de Byron: «En noches lúgubres como esta hemos de ser capaces de contar nuestros propios relatos, buscar una forma de entretenernos, ya sea sirviéndonos de hechos verídicos o de fantasías inventadas».
Percy Bysshe Shelley, en una reseña de 1817 de la novela, apuntó algo que podríamos extender a esta obra de Ackroyd: «El interés aumenta gradualmente y avanza hacia la conclusión con la velocidad acelerada de una peña que rueda montaña abajo». Justamente, El diario de Víctor Frankenstein fue un excelso ejemplo de tal cosa, un juego metaliterario en que se daban cita el frenesí londinense de calles, ríos, barrios y voces, los paisajes suizos donde creció el estudiante de filosofía natural Víctor Frankenstein y, en concreto, la Villa Diodati.
El propio Ackroyd tomaba el testigo de concebir algo verídico e inventado para construir una trama perfectamente urdida en la que recreaba el deseo de Frankenstein, desde que llegaba a Oxford y conocía a un Shelley propagador de ideas ateístas del que se hacía íntimo amigo, por «dotar de vida a la materia muerta o inerte».