Se publica una mastodóntica edición de los diarios y cuadernos de una autora que renovó la novela negra en la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un descubrimiento impresionante de más de ocho mil páginas que permanecían escondidas en un armario y de la que la editorial Anagrama ofrece una gran selección.
Fue la autora más importante del género policial a partir de 1950. Patricia Highsmith dio un paso de la novela del detective a la novela del asesino. La batuta, la voz cantante, ha cambiado de manos, y resulta incluso más inquietante cómo va a sonar ahora la muerte violenta. Lo psicológico –las motivaciones, los sentimientos–, de este modo, vuelve a cobrar importancia, pues no en vano y, ¿sorprendentemente?, la autora texana tuvo entre sus lecturas a Dostoievski, Conrad, Melville y Poe, es decir, literatos que usaban la acción de forma psicológica, que mostraban la psicología de sus personajes mediante sus acciones.
Raymond Chandler, en su libro El simple arte de matar (1944), dijo que «Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver», dando un paso más allá de la novela de intriga burguesa; Highsmith, por su parte, dará la espalda a todos los antecedentes dentro del género policial –reconociendo sin embargo el estilo de Chandler, el frustrado adaptador de Extraños en un tren para Alfred Hitchcock, quien lo despediría– y se interesará por el alma del criminal, por sus deseos más oscuros; el resultado será una introspección en la parte más díscola y perturbada de la mente humana.
Sus lecturas de filósofos como Nietzsche, Kierkegaard o Sartre, o de científicos como Erich Fromm y Karl Menninger, van en consonancia con su manera de plantearse sus retos narrativos que nada tienen que ver con los pertenecientes a la novela negra. Pero de dónde procedía ese conocimiento de tal desencanto, cómo supo Highsmith narrarlo tan profundamente bien, qué claves biográficas pueden arrojar luz sobre el temperamento literario de la escritora.
La importancia de las obsesiones
Decía el ídolo más temprano de Highsmith, Oscar Wilde –cuya tumba vio emocionada en su visita a París de 1962– que «hay algo infinitamente vulgar en las tragedias de los demás» (en El retrato de Dorian Gray, para más señas). Y esa es la impresión que uno tiene al leer las vicisitudes de la escritora cuando intenta unir vida y obra, viendo cómo ambas han interactuado y se han retroalimentado: la vulgaridad de su ascendencia –una madre histérica y un padrastro que le resultaba odioso– y la vulgaridad que ella misma construyó a base de neurosis y misantropía; todo nacido en una infancia traumática que iba a marcar su literatura y sus relaciones personales, hasta que le llegó la muerte en Locarno, en 1995.
«Las obsesiones son lo único que me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me guía», dijo en su diario de 1942. Y a fe que es cierto, como vio Joan Schenkar en El talento de Miss Highsmith. En el prólogo a este libro, la biógrafa señala esa frase rotunda, y a lo largo de él ofrece las claves para conocer el hondo laberinto emocional y creativo de Highsmith, a partir de los numerosos cahiers–ocho mil páginas de cuadernos y diarios– que esta dejó escritos y ordenados con escrupulosidad.
La autora era una adicta a hacer listas de todo tipo, a la limpieza, a tener caracoles como mascotas y a los Martinis, entre otras muchas cosas. Sufrió anorexia, depresiones, alcoholismo, enfermedades hematológicas y arteriales y hasta un cáncer de pulmón, pero evitó mencionar su mala salud en público. Era una lesbiana promiscua y a la vez anotaba pensamientos misóginos. Ingeniosa, desagradable, una solitaria que tenía gran vida social, de mil formas fue descrita Highsmith, de mil formas la vemos nosotros ahora.
Su historia es la de una huida imposible: huir a Nueva York, Pensilvania, Italia, Inglaterra, Suiza; imposibilidad de escapar ante la tortura de los recuerdos y sentimientos. Odia con la pasión de una enamorada a su madre (Schenkar habla de que Mary, ilustradora de moda, fue su «verdadero amor que no se atrevió a decir su nombre»); la detesta pero parece no poder vivir sin sus opiniones. Insultos, agresividad, cartas llenas de veneno en las palabras, por años y años, aun separándolas un océano.
Un territorio infernal
El odio justifica la vida de Highsmith, como si la atara a la infancia maltrecha desde que su divorciada madre se la llevara de Fort Worth para imponerle un padrastro del que tomará su apellido (ella se llamaba Mary Patricia Plangman). Una infancia que no está curada y que va a sangrar cuando, por un lado, descubra en casa un libro que la iba a fascinar para siempre, La mente humana (1930), del psiquiatra freudiano Karl Menninger, que le proporcionó «“modelos clínicos” con los que comparar sus propios estados mentales cambiantes», y por el otro, la realidad social neoyorquina se abra a sus instintos.
Y es que, una vez instalada en Nueva York, vive junto a un manicomio y una cárcel, junto al canal de Hell Gate y el ferroviario hacia Canadá. «¿Puede haber algo más contundente que este plano? En Astoria (Queens), a los nueve, diez y once años, la pequeña Patsy Highsmith, que ya tenía tendencias asesinas y melancólicas», se halla frente a «unos puntos cardinales» formados por «el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el Infierno», las «coordenadas […] del Territorio Highsmith».
He aquí una de las partes más jugosas de la biografía, porque Schenkar no se limitaba a seguir la pista de Highsmith, sino a penetrar en el temperamento y las sensaciones de la protagonista, en comprender cómo el entorno influye en la construcción de un imaginario artístico que crece, uniforme, en contraste con una existencia contradictoria y sufriente: Pat conocerá a su padre biológico a los doce años; en su actitud y cuadernos se muestra antisemita, xenófoba y racista; lee Mi lucha de Hitler; ve un potencial asesino en cualquier tipo con el que se tropieza en la calle.
Mujer insoportable para unos, pero espléndida para otros; como en el caso de Truman Capote, que en una carta a la directora de la residencia Yaddo, donde él pasó una temporada, recomienda en 1948 a «una escritora joven» que «tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes. Además, es una persona encantadora, verdaderamente educada, alguien que te va a caer bien, seguro».
La influencia de los cómics
En efecto, a Highsmith le llega una invitación de ese centro de escritores, músicos y artistas, donde pasará dos meses escribiendo Extraños en un tren, bebiendo mucho y teniendo diversos affaires amorosos. En 1943 había empezado una andadura que siempre ocultará, avergonzada, como guionista de cómics, en un periodo en que esta industria emergía con fuerza en los Estados Unidos.
Toni Montesinos
Patricia Highsmith
Anagrama, traducción de Eduardo Iriarte, 1.256 pp., 34,90 €