Las invenciones son prisiones de ficción para recordar al lector las diversas trampas (económicas, psicológicas y espirituales) que construimos para encerrarnos dentro, «con círculos que giran ante nuestros ojos unos alrededor de otros». La primera y la última es la prisión del yo. En la novela Cliente E. Busken se celebra la liberación de las restricciones del ego, fusionando espiritualidad y diversión, encapsulando virtuosismo en los peligros y placeres de la escritura a «dos voces, si no tres, solapadas, enredadas, enfrentadas en un cacareo de maldiciones, amenazas, insultos y órdenes».
No se rescata ni se salva el alter ego que ha ideado Jeroen Brouwers (Yakarta, 1940–Maastricht, 2022). No trasciende mediante la voz: muere en la página, antes de encontrar alivio (y sabiduría) en la idea de que ahora puede, al fin, dejar de ser el que ha sido: «No hay más movimiento que el de mi bóveda cerebral, y el de mi mano, que va anotando todos mis pensamientos en un rollo de papel para uso en un fax ya jubilado.»
Punitivo el constructo en que el protagonista fracasa mejor, por propia elección, culpando a la desgracia ajena, cuando parece imposible que encuentre un camino a seguir, entre «pensamientos que van y vienen, a costa del rigor». Es el regalo en «lenguaje de signos a modo de braille para disminuidos auditivos y alienígenas del multicosmos», la aguda conciencia de lo que sucede en la narración.
Para ello, la escritura del holandés imagina formas complejas y originales de castigar al monstruo que ha creado, atrapado por su propia estupidez, aturdido por las ensoñaciones, deambulando «por los pasillos y portales de mi cabeza y mi vientre, donde reverbera el eco de un coro de voces, cada una de un color». Bajo tierra o suspendida de configuraciones intrigantes, se desplaza la narrativa peripecia, entre un estado y otro, colgada y dejándonos colgados, como una marioneta abandonada a merced de «un silencio que precede a algo que está a punto de ocurrir.»
Como un avatar que no deja de hablar de sí mismo, el antihéroe denuncia sus ficciones como opiniones que no logran conmover el sinsentido: «Soy una caja de zapatos vacía o algo similar (…) un muñeco en una silla de ruedas, sin pensamientos, a lo sumo capaz de emitir un alarido o un gruñido de vez en cuando». Sobrevive el interlocutor en el espacio entre la actuación y la creación de la anonimia que crea nuevos significados en un «cerebro desgarrado por la presión de las palabras que se arremolinan dentro de él como luces de feria.»
E. Busken inventa sus posibles vidas a medida que estas avanzan. Sus cadencias se acercan a la charla interna, el monólogo repetitivo de un diálogo a solas que es difícil de quitarse de la cabeza, «como si uno, estando absorto en un libro, de repente se encontrase con que se han arrancado algunas páginas o no puede acceder a determinados fragmentos del texto cegados por unas franjas negras.» La sensación de claustrofobia retrasa la revelación de los planes de fuga, tanto al personaje como (deliberadamente) al lector.
El feliz prisionero del autor galardonado con la Orden del León Flamenco 1992, cautivo de sí mismo, soporta las alegres degradaciones mientras entrelaza accesorios extravagantes, «sumando y juntando y agregando todo lo habido y por haber», historias de otros, a las que el Caballero de la Orden de la Corona 1993 somete a la caída y al desastre, relatos nítidos que nos muestra vidas enloquecidas por la negación. El resultado es a la vez trágico y luminoso, «furibundo desesperado luctuoso rebelde exhausto en medio de las canciones sin sentido pensadas para gente gris».
José de María Romero