El paseo guiado de la mano de Juan Laborda Barceló por la filmografía de Agnès Varda, desde sus orígenes en la nouvelle vague hasta llegar a la reciente Rostros y lugares (2017), ofrece una oportunidad para navegar por las emociones de la directora. Este libro invita al lector, al igual que la magnífica creadora a sus espectadores, a empatizar y comprender al otro. El autor, como casi cualquiera que se haya acercado al cine de la intrépida belga, se muestra no solo maravillosamente herido por sus imágenes, sino contagiado por el devenir de las conexiones humanas que la cineasta traza. El ensayo se mueve entre el terreno de la necesaria reivindicación sopesada acerca de la importancia de Varda y la vigencia de su cine desde el plano histórico, fílmico, simbólico y social. Laborda descubre, como ejercicio de desnudez, la mirada de esta directora a través de la propia.
La huella que ha dejado Agnès Varda en la cinematografía es profunda. Sin embargo, que no sea tan nombrada como otros cineastas contemporáneos y que el público general desconozca buena parte de su filmografía no es óbice para disfrutar de un reconocimiento más allá del entorno cercano a la gran pantalla. Aproximarse a su cine permite observar en acción a una de las «pioneras y renovadoras del mensaje simbólico al infinito» que es la colección de imágenes que ha dejado esta artista para la humanidad. Juan Laborda no solo presenta un análisis amplio y profundo de su obra y de su impacto, sino que con valentía lanza reflexiones necesarias. Una de ellas es cuestionar si se la habría reconocido más de haber sido hombre —tesis digna de plantear y que de forma implícita la propia directora instauró en las retinas de los espectadores dada su originalidad y perspectiva únicas—. Además, su vigencia es manifiesta, independientemente de interpretaciones que con gran acierto el autor apunta. Filmes actuales y laureados como Nomadland (2020) de Chloé Zhao beben de obras de Varda como Sin techo ni ley (1986). Las «gafas de sol» con las que mira esta integrante de pleno derecho de la nouvelle vague —y con las que hace que los demás miren— son tan sublimes como modernas.
Los epígrafes que emplea el autor para nombrar los capítulos no tienen desperdicio y se colocan estratégicamente como francotiradores del pensamiento. Funcionan como revulsivos y detonantes para la deliberación, incluso antes de abordar el discurso fílmico objeto de análisis. Ejemplos dignos de mención son el capítulo de Print the legend, al aludir sin fisura alguna a la máxima fordiana que busca trascender a través del mito, o el de La navaja bajo el agua, en claro guiño a la simbología de Roman Polanski. También en el titulado Unas gafas de sol para la eternidad, que disecciona en una sola frase la amplitud, singularidad y atemporalidad de Varda. Por último, cabe resaltar En la brecha pero cada día más cerca del abismo, a modo de observación meticulosa de cómo su cine de se ha mostrado siempre bizarro aunque sin miedo alguno. Precisamente es la esencia de su obra la que analiza al afirmar que «la belleza del arte estriba en convertir en universal aquello que podría parecer íntimo». Varda hace equilibrios entre los temas universales y la sensibilidad individual. La muerte, la pérdida y la desesperanza se unen a la familia y al feminismo como principales caballos de batalla de su cine. Concretamente despliega «un feminismo equilibrador de los desajustes estructurales, sin aspavientos, pero con una contundencia granítica», uno que busca la igualdad, a modo de canto a la esperanza y construye un mensaje solemne y humano, «como la carta de una madre a su hija». En definitiva, un mensaje reivindicativo de mimbres clásicos pero con una nueva visión de la realidad, un feminismo de «trinchera que no siempre se supo entender». El cine de Varda se erige a modo de militancia sin descanso en el frente del feminismo desde la humanidad más inclusiva y con una emoción que emana ternura.
Varda hace visible lo pequeño, humaniza espacios públicos y realza el antropocentrismo renacentista dislocado, propio del ser humano de la segunda mitad de los siglos XX y XXI. Su gusto por lo experimental le lleva a ser clasificada como una cineasta de culto, referente para muchos, al difuminar los límites de los géneros. En numerosas ocasiones se debate entre el documental y la ficción, sin ninguna intención de esclarecer diferencias, y abraza la vida en todas sus dimensiones de manera simultánea para plasmarla en la pantalla. Como aclara el autor: «Sus documentales y ficciones se entrelazan en una danza sutil que está llena de vasos comunicantes y reflexiones fértiles, comprometidas». La dimensión de la responsabilidad de su obra es fundamental y así lo expone de forma articulada para que el lector pueda apreciar en la verdadera y merecida medida que a ello corresponde la filmografía de una artista irrepetible. El análisis y recuperación de la cineasta que propone este libro, sumado a las interminables referencias que van de lo cinematográfico a lo filosófico y televisivo, a lo literario y religioso —sin dejar nunca lo mundano—, ofrece un amplio abanico de conocimiento que agita la conciencia como el propio cine de Varda. Sin pedantería, ahondando en el folclore y en la antropología que está detrás de las obras de Varda, Laborda propone un juego de aprendizaje e inmersión en la obra de la belga a través de un lenguaje poético, cultista en ocasiones pero cargado de referencias. Dota así al texto de capas y niveles de aclaración, incluso mostrando puntualmente diferentes interpretaciones de la misma escena o película.
La falacia que despliega Juan Laborda al manifestar que su texto no es académico, aunque sí lo sea, permite a este analista apoyarse en el academicismo constantemente, solo que sin los recursos explícitos de la cita. Es mucho más sutil, bastante más impactante así, sin perder el fuste. Cautiva en el cine de Varda a la par que profundiza sin abrumar. Es algo que resulta de agradecer, teniendo en cuenta el tema y la figura de la cineasta. Es un texto accesible sin dejar de ser riguroso. Presenta a una directora revolucionaria, disecciona la semiótica presente en sus obras y trabaja para hacer que el lector pueda discernir mejor el montaje y la edición de un cine que no da puntada sin hilo. Este crítico, se mimetiza con la creadora y ensalza cómo «es capaz de subvertir no solo el orden establecido, sino de atizar conciencias, motor último del comportamiento humano […]. Aunque también destaca por su compromiso social, con temas tan delicados como el aborto».
Varda fue libre, estableció un cine amable pero exigente, experimental, sin dejar de estar anclado a su realidad, y se dejó llevar por los afectos en sus creaciones. El autor destaca estas facetas, esenciales a la hora de acercarse al trabajo y a la ficción de la belga, ya universal, que se mostró ambiciosa aunque terrenal y «creó composiciones holísticas de cine integrando mundos opuestos, admitiendo que la realidad no se puede capturar con la cámara, pero generando un limbo propio, un margen balsámico y afilado». La cineasta estaría orgullosa de una conducción de su obra tan sincera, sensible, delicada y emotiva como es esta propuesta. Laborda ha exhibido la esencia multifacética de la autora. Estoy seguro de que la propia Varda, al pasar la última página de este ensayo vital, dejaría escapar una sonrisa de soslayo, como solo ella sabía.
Jorge González del Pozo
Mujeres que conducen. El cine de Agnès Varda
Juan Laborda Barceló
Editorial Sílex, 150 pp, 19 €