El pasado noviembre se le concedió el premio Cervantes a Luis Mateo Díez, el único escritor español que ha obtenido en dos ocasiones el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. Dos obras suyas llegan estas semanas a las librerías.
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«Escribir una novela es culminar una obsesión», afirmaba Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) en un ensayo integrado en el Estudio de la creatividad literaria que preparó Anthony Percival para la editorial Lumen. Entonces, si un solo texto narrativo es susceptible de desencadenar un instinto obsesivo de escritura, qué no hará una serie de relatos que vayan configurando un mundo aislado, una geografía imaginada al detalle y construida con palabras y memoria. Mateo Díez sintió la llamada de un lugar real lleno de muertos, y entendió que debía llamarlo Celama y presentarlo en la novela corta El espíritu del Páramo (1996), la semilla para que creciera La ruina del cielo (1999), el centro de un reino que concluiría con El oscurecer (2002).
Que una obsesión artística no se contente con una sola historia, sino que requiera más argumentos complementarios, no es algo ajeno al escritor, el cual, bajo el título El pasado legendario (Alfaguara, 2000), ya había reunido «una zona de mi obra, jalonada por una serie de títulos que, a estas alturas, ya conforman un universo cerrado sobre el que difícilmente volveré», como decía el autor a modo de justificación. En dicho volumen aparecían Apócrifo del clavel y la espina (1977), Relato de Babia (1981), Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Días del desván (1997), es decir, novelas y cuentos que recorrían las diferentes etapas de su trayectoria literaria y que, una vez analizados con la distancia que dan los años, transparentaban un lema común: la leyenda.
Resulta obligatorio detenerse en esta palabra en el caso de un escritor que maneja el vocabulario castellano con una conciencia ejemplar y una responsabilidad lingüística, por desgracia, poco frecuente en nuestras letras. Mateo habla de lo «legendario» en el sentido que remite al pasado y a su prolongación fantástica, un camino paralelo con un tiempo, un terreno y un destino propios; en definitiva: «El pasado revierte en lo legendario con la materia modificada del recuerdo, sin que el recuerdo sea ya el aval de lo que pasó, sino la metáfora de lo sucedido y, como tal, una imagen literaria, una fabulación.» A partir de ese momento, narrar significará descubrir, y esa estela cervantina marcará cada página de Mateo Díez, tan interesado en la literatura popular y la tradición oral que su estilo parece haber adquirido la sobria magia de las historias que escuchaba de niño y a las que se refiere a menudo.
Hacia la juventud perdida
Comprendemos, por tanto, que para el narrador –que, dicho sea de paso, también ha publicado poemarios– esta unidad interna es una presencia constante en su labor artística. Así, su invención más atractiva sin duda, La fuente de la edad, publicada en 1986 y galardonada con el premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, como después ocurrirá con La ruina del cielo, forma a su vez una trilogía con Las estaciones provinciales (1982) y El expediente del náufrago (1992). De este modo lo observa, al menos, José María Merino en el prólogo a la edición de Austral de ese maravilloso viaje, en busca de la fuente cuya agua devuelve la juventud perdida, que emprendían los Cofrades de Nuestro Benéfico y Alcohólico Padre Gerónides.
En contraste con estos apuntes, Mateo aclara en el apéndice del libro El reino de Celama (Areté, 2003): «Celama no tiene leyenda, no contó con esa aureola con que lo legendario envuelve a lo real.» He ahí la sutil diferencia: Celama, en realidad, incluye mitos, y la relación de que el particular espacio imaginario de la infancia tiene una conexión directa con su correspondencia universal. Se trata de un refugio mitológico como el creado por Faulkner, Onetti, Benet o García Márquez; ¿o acaso estos edificaron leyendas?
Es como si Pedro Páramo se paseara por Celama y conociera a los cuatrocientos personajes que contiene La ruina del cielo, y el médico Ismael Cuende le enseñara ese ambiente amplio y a la vez asfixiante cuyo tiempo está petrificado, cuyos hombres y mujeres están tan vivos como muertos, cuya existencia depende de que la ficción del sumo creador sustituya a la memoria de esas gentes. «La imaginación es el grado supremo de la memoria, el propio fermento de nuestra vida», se repitió a sí mismo Mateo Díez en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en mayo de 2001, demostrando de nuevo que, sin estos conceptos, la obsesión no podría cobrar forma mediante la palabra, y convertirse en una historia de historias. Pues bien, conversamos con él de su obra y mirada literaria.
En una trayectoria con tantos reconocimientos públicos, ¿cómo se siente, después de recibir Premio Nacional de las Letras Españolas 2020, ser ahora distinguido con el premio Cervantes?
Son reconocimientos que asumo con gratitud y complacencia y que ahondan mis convicciones de escritor, la obsesión y el reto en lo que pretendo, al tiempo que descargo hacia mis lectores esa deuda de las recompensas, las que tengo con ellos, su complicidad.
Líneas atrás he apuntado esta frase: «Escribir una novela es culminar una obsesión». ¿Aún siente que es así en su escritura?
Sin duda, una obsesión hasta como elemento psicológico, que crece y se recarga según la escribo, de modo que en la suerte de terminar la novela está también la de culminar esa obsesión. La novela ocupa todos los tiempos y espacios de mi vida, la vida misma es la materia imaginaria en que discurre mi tiempo, el día a día de mi existencia. Soy persona de temperamento exteriormente sosegado, pero interiormente muy movido, y con el tiempo pierdo los intereses que no están en la ficción, los que no provienen de una realidad paralela, la otra se me disipa.
¿Nos puede contar un poco cómo fue la concepción de Celama?
Tuve tempranamente la necesidad de un territorio imaginario del que ser propietario. Los ejemplos de esa suerte de territorios están en la mente de cualquier lector, son identidades profundamente literarias. Cierta conciencia de las desapariciones propias del siglo pasado y hasta la experiencia de reconocer lo que venía siendo la liquidación de las viejas culturas campesinas, en sus labores y costumbres, incitaba esa disposición, Celama estaba muy cerca de mis intereses y sentimientos, sin ideas testimoniales, ni siquiera sociológicas, apenas simbólicas o metafóricas.
Usted es conocido, naturalmente, por sus obras narrativas, pero también ha practicado la poesía. ¿Qué significa este género en su vocación literaria, formación como lector y escritor, y cuándo se desarrolló?
La cultivé de forma incidental e interesada, con menos convicciones que compromiso, pero soy un lector obsesivo de la misma, alguien que siempre se alimentó literariamente de ella. Siempre tuve amigos poetas y sufrí en algún momento una indeseada contaminación, sobre todo en tiempos juveniles y politizados en que se hacía un uso utilitario, poco respetuoso, de ella. De cualquier forma, la poesía siempre me pareció el grado límite de la expresión literaria, y amigos poetas la cultivaban con mucha inspiración y rigor.
La fuente de la edad fue todo un acontecimiento en el mundillo literario español. ¿Cómo se le ocurrió esta historia que se basa en una aventura disparatada en busca de una suerte de santo grial, a medio camino entre lo real y lo imaginario?
Es una fábula sobre el valor de la imaginación y la quimera para huir de una realidad sojuzgada, de un tiempo que estrecha la vida laminando cualquier posibilidad liberadora, una apuesta por la libertad desbordada que va más allá de cualquier cortapisa. La aventura que nutre la imaginación para sobrellevar una vida que merezca la pena. La idea de la “fuente” tenía ese aval mítico que daba un sentido simbólico a la aventura de su búsqueda.
Tal obra tenía un claro acento cervantino. ¿Cómo ha sido su acercamiento al Quijote y de qué modo lo ha incorporado a su escritura o a su mirada de la vida?
Don Quijote fue mi héroe infantil, un ser misterioso que se contraponía a mis héroes del cine y los tebeos, alguien que quería deshacer entuertos, salvar al mundo y era continuamente vapuleado, lo que le daba un sesgo melancólico. Todos mis personajes se alimentan de esa simbología primigenia y son héroes del fracaso, dueños de esa contradictoria heroicidad quijotesca. Lo cervantino es ley de vida y de estilo, un descubrimiento radical en mi aprendizaje literario, una ejemplaridad sin réplica que siempre me acompaña.
Leyenda, memoria, imaginación: ¿estos serían los elementos esenciales de la invención literaria narrativa?
Imaginación, memoria, palabra. La leyenda como el relato de lo primordial con el sustrato de la intemporalidad, un subsuelo de la invención que enaltece lo que se narra. Memoria y experiencia, aquella idea de que la imaginación no es otra cosa que la memoria fermentada. La palabra narrativa es la que cuenta y obtiene un estilo en la forma de hacerlo, en nada ajeno al sentido de lo que se inventa.