Cuando un libro publicado por una editorial pequeña se reedita quince años después por otra editorial diferente es porque nos encontramos con una obra importante que al menos ha sido capaz de superar la prueba del olvido inmediato. Ciertamente, El caballo de cartón, de Abel Hernández, viene avalado por el Premio de la Crítica de Castilla y León de 2009 y por una pequeña revitalización de la literatura sobre la España rural y olvidada. Pero aun así, tiene que haber algo especial, una calidad objetiva que provoque la mayoritaria unanimidad de crítica y lectores. Este volumen puede considerarse una segunda parte o complemento de Historias de la Alcarama (2008), la obra con la que un Abel Hernández de setenta años inauguraba su especial visión del pasado y el presente del territorio casi mítico de la comarca de Alcarama («escenario desértico y mágico»), en las Tierras Altas de Soria, cercanas ya con La Rioja y Navarra.
A propósito de este libro señaló su autor: «Por un lado está el paraíso de la infancia, las ilusiones de niño, en la metáfora del caballo, y por otro la situación actual de ese pueblo abandonado, que nunca soñamos ver vacío. He querido transmitir esa tensión entre la vida y la muerte, dios y el azar. Hay cierto desconcierto entre el azar y la providencia». También explica Abel Hernández la relación de estas obras de ambientadas en Alcarama («Es el país de mi memoria y de mis sueños. El país de mi vida») con algunos escritores que han tratado intensamente el paisaje de Castilla: «Creo que Azorín, Unamuno, redescubren la belleza de Castilla pero desde fuera. Si algún valor tiene este libro es que se narra desde dentro, hay mucha sinceridad».
Hay que recordar que la vida en estas zonas rurales deprimidas permanecía prácticamente inalterada desde hacía siglos. Las mismas costumbres, usos sociales y económicos, supersticiones y leyendas sobrevivieron en estos pueblos hasta su progresivo abandono debido a la intensa emigración a las ciudades y a otras zonas más prósperas. Por ello, la lectura de testimonios de esta época suele resultar impactante, como su estuviéramos realizando un viaje en el tiempo.
No sé bien a qué género pertenece este libro, si a las memorias o a la ficción (quizás a ambas). Diría que son unas memorias romanceadas, aquellas en las que la imaginación suple las lagunas inevitables cuando se trata de rememorar después de sesenta años hechos ocurridos en la niñez. La obra comienza con un viaje del autor y de su hermano a Sarnago, su pueblo, deshabitado desde 1979. Allí encuentra en el desván de su casa familiar un caballo de cartón que le habían regalado de niño y un cuaderno azul con un diario escrito a petición de su maestro. El contenido de ese diario, en parte reproducido o recreado aquí, que transcurre durante dos meses del otoño de 1948 es el hilo conductor de El caballo de cartón.
Abel Hernández va mostrando en diecisiete capítulos diferentes episodios de su vida y de su familia durante esos meses: la convivencia habitual con los animales (domésticos, ganado y depredadores) que incluían el pastoreo y la matanza del cerdo; la primera nevada del año en vísperas del Día de Todos los Santos; un trepidante día de caza con adultos, niños y perros; su visita a la feria de un pueblo cercano de mayor población y su deslumbramiento al contemplar vides, olivos y árboles frutales, cultivos que no existían en su dura comarca; el recuerdo y el destino de todos sus compañeros de colegio que aparecen en una vieja foto encontrada junto al cuaderno azul; la narración de sus orígenes familiares, con su padre muerto muy joven cuando él tenía dos años y su hermano Delfín apenas unos meses; la fortaleza de su madre (siempre de luto); la precariedad de su pueblo (que no contaba con luz eléctrica ni agua potable) y de sus vías de comunicación con el exterior, etc.
La obra termina de forma dramática cuando el joven Abel dispara por accidente una pistola cargada contra su prima Paula, que afortunadamente salva la vida de milagro a pesar de la gravedad de las heridas. Tras este suceso, nuestro autor, después de pasar una especie de examen en el Tribunal Tutelar de Menores, es admitido en el Seminario Conciliar de Logroño donde ingresa poco tiempo después. Finaliza Abel Hernández así: «Entonces fue completamente consciente de que mi infancia había terminado».
Un aspecto destacable de esta obra es la calidad de su escritura, tan clara y espontánea como rigurosa, que además rescata un lenguaje «estrictamente pegado al terreno». (Para no perderse con algunos vocablos en desuso se incluye un pequeño glosario de localismos y términos del mundo rural). El autor ha lamentado en alguna ocasión el empobrecimiento del idioma y la indiferencia general ante esa pérdida: «Desaparece cualquier especie animal o vegetal rara y nos lamentamos. En cambio no hay alarma social porque desaparezcan las palabras».
Cuando uno, como lector, está hastiado de un cosmopolitismo que suele llegar al ridículo, harto de la total subordinación cultural a los modos literarios angloamericanos, y escaldado de una autoficción exasperante y tediosa, una obra El caballo de cartón constituye un ejemplo de que todavía se puede desarrollar una alta literatura, profunda y emotiva, transitando por otros caminos diferentes.
José Luis Rodríguez
El caballo de cartón
Abel Hernández
Los aciertos & Pepitas, 160 pp., 17,90 €