Mitología griega y romana. Pierre Commerlin, La Esfera de los Libros, 20,90 €
Versión en español de R.M.López
Este libro publicado a finales del siglo xix, profusamente ilustrado y considerado uno de los grandes textos clásicos en la materia, acerca por primera vez en español al lector la historia del Origen de los tiempos, los dioses del Olimpo, las divinidades, el mundo infernal o los héroes y leyendas del mundo antiguo, con un estilo claro y sencillo que nos ayudará a entender y profundizar en los grandes acontecimientos y personajes de la mitología griega y romana.
Evidentemente, la mitología es una serie de mentiras. Pero estas mentiras han sido, durante largos siglos, motivos de creencias. Han tenido valor de dogmas y realidad entre griegos y latinos. Con este título, han inspirado a los hombres, sostenido instituciones respetables y sugerido a los artistas la idea de algunas creaciones entre las que hay grandes obras maestras.
Creemos, pues, un deber el reproducirlas aquí, respetando su entera simplicidad, sin pedantería y sin comentarios, con sus extraños, sus maravillosos detalles, sin preocuparnos de sus inverosimilitudes ni de sus contradicciones.
En cuanto a creencias, la humanidad se deja guiar no por su razón, sino por el deseo, la necesidad de conocer la raíz de los seres y las cosas. Las doctrinas filosóficas no podrían satisfacerla: hay ante su vista demasiadas maravillas para que ella no intente buscar sus causas. Se dirige en un principio a la ciencia. Pero, si la ciencia es incapaz de darle una explicación conveniente o satisfactoria, se dirige a su corazón y a su imaginación.
En la infancia de los pueblos todo es creencias, artículos de fe conformes. Pero en la edad madura de los pueblos, aun cuando la ciencia ha descubierto, o lo parece, un gran número de misterios de la naturaleza, ¿puede la humanidad vanagloriarse de evolucionar en plena luz? ¿No hay aún en el mundo infinidad de rincones obscuros? Y admitiendo también que todos los secretos de la naturaleza sensible y palpable nos fuesen conocidos, ¿no quedaría siempre el mundo suprasensible, invisible o inabordable, sobre el que tan poco conoce la ciencia, y que la filosofía, a pesar de sus esfuerzos, no ha podido aún esclarecer ni penetrar?
La antigüedad, cuyos conocimientos científicos eran imperfectos y rudimentarios, colocó en todos una divinidad, solo había misterios para ella. Esto explica en parte el gran número de dioses. Pero hay más. Todo lo que admiró, extrañó e inspiró temor u horror a los primitivos tenía a sus ojos carácter de divinidad. Para la humanidad primitiva, la divinidad representa todo lo que traspasa los límites de la concepción humana. Dios no es tan solo el ser absoluto, perfecto, todopoderoso, soberanamente generoso y bueno; es también el ser extraordinario, monstruoso, prodigio a la vez de fuerza, malquerencia y maldad. Y no son tan solo los seres animados quienes se encuentran revestidos de este carácter de divinidad a los ojos de los primeros hombres; también los objetos son divinos. En una palabra: no es la divinidad que penetra las cosas; las cosas son la misma divinidad. Un alma divina, esparcida por todo el mundo, se divide en una infinidad de almas igualmente divinas, repartidas entre la diversidad de criaturas; como las pasiones más abstractas, las virtudes, tienen el privilegio de estar impregnadas de algo sobrenatural, de llevar el sello divino y de revestir de una fisonomía particular las insignias y los atributos de la divinidad.
Estudiar la mitología es iniciarse en la concepción de un mundo primitivo, vislumbrado en una penumbra misteriosa durante largos años. No ver en ella sino las aberraciones de espíritus pobres y supersticiosos es no juzgar las cosas sino por las apariencias; pero, por otra parte, no ver sino alegorías transparentes, buscar la explicación de todos estos mitos, de todas estas fábulas, estas leyendas, en la observación del mundo físico, es traspasar gratuitamente los límites de la realidad. En esta larga enumeración de creencias mitológicas la fantasía tiene una gran parte. Cada siglo, cada generación, se ha complacido en aumentar el número de sus dioses, de sus héroes, de sus maravillas y de sus milagros.
A las antiguas creencias de Egipto y Asia han sumado su parte Roma y Grecia. Las imágenes de los dioses nos son ofrecidas bajo tan diversos aspectos que a menudo es de dificultad extrema la descripción del tipo más universalmente conocido. Sus rasgos se han modificado entre las manos de tantos artistas y por el capricho de tantos escritores como se han ocupado de ellos.
En literatura se acostumbra desde hace algunos años a llamar a las divinidades griegas por sus denominaciones Helenicas. ¿Es esto un escrúpulo de exactitud mitológica o un alarde de erudición? No lo diremos nosotros. Pero por cualquier nombre que se designen los dioses de la fábula, no hay uno solo que exprese la universalidad de sus atributos, que dé una idea exacta de lo que era la misma divinidad en Grecia y en Roma. La denominación griega tiene, sin duda, la ventaja de ser muy precisa cuando se trata solo de interpretar las obras artísticas de los griegos: hombres como Zeus, Hera, Hefesto, Ares, Heracles, etc. no podían sorprender ni desviar al lector atento, pero hay que advertir que estos nombres no dicen gran cosa al público actual, como tampoco debieron decir mucho al mundo antiguo.
Somos un pueblo latino por nuestro origen, y, a pesar nuestro y con despecho de los sabios, son las palabras latinas las que vienen a nuestra boca, y fue Roma la que primero nos enseñó el nombre y los atributos de sus dioses. Es verdad que ella misma se había apropiado la mayor parte de las divinidades de Grecia. Pero al introducirlas en su culto y sus costumbres las designó con los nombres que han pervivido.
Que ella haya confundido sus divinidades nacionales tradicionales con las de los griegos, apropiándoselas, es otra cuestión. En Grecia, además, cada divinidad no tenía en cada región el mismo carácter ni los mismos atributos. Así pues, no es, hablando con propiedad, una herejía mitológica designar los dioses de Homero y Hesíodo como Virgilio y Horacio, con nombres pura y esencialmente latinos. Hemos adoptado este último criterio.
¿Es esto decir que no hay distinciones que hacer entre la mitología griega y la romana? Tal no es nuestro pensamiento. Pero la mitología de que nos ocupamos es la que nos permite comprender, interpretar las obras, los escritos, los monumentos de las dos civilizaciones cuya influencia se ha hecho y felizmente aún se hace sentir en nuestros trabajos artísticos.
Para explicar y apreciar el genio de Atenas y el de Roma es necesario poseer, cuando menos, algunas nociones de mitología. ¿Cuántos pasajes de los más conocidos autores quedarían inexplicables sin estas nociones?
¡Cuántos jóvenes se encontrarían detenidos, no diremos que ante Homero, Hesíodo o Píndaro, sino ante Ovidio, Virgilio, Horacio y aun ante gran número de autores por las dificultades entrañadas en una alusión, una comparación, una reminiscencia mitológica!
No ignoramos que la mitología produce cansancio en la literatura. Pero también tuvo su periodo de auge y renacimiento; es siempre un tesoro de ideas seductoras y espléndidos cuadros. Hoy, si nos fijamos en las exposiciones anuales de pintura y escultura, las antiguas divinidades cuentan aún con muchos adeptos y prosélitos entre los artistas. El pincel y el buril se esforzarán aún por mucho tiempo en reproducir por la inspiración de las musas y las gracias, las acciones, la fisonomía, las actitudes de los dioses y los héroes. En los dominios del arte jamás la historia podrá imponerse a la fábula. La realidad, por maravillosa, sublime o imperiosa que sea, se encuentra limitada a su esfera, mientras que la imaginación y el sentimiento no tienen límites. Así pues, por grande que se haga la parte de la verdad histórica, jamás, a los ojos del artista, tendrá la amplitud, el prestigio, la fecundidad de la ficción.
Perdónensenos estas consideraciones. No eran indispensables como exordio a esta obra, pero no dejarán de indicar nuestras intenciones y nuestro fin.
Al publicar esta mitología no hemos olvidado que está destinada tanto a los estudios de la juventud como a los artistas. Se reconocerá que nos hemos esforzado, no solo en mostrar al lector lo que encierra la fábula, sino también en no sorprenderle o molestarle jamás con la indiscreción de una imagen o la inconveniencia de una expresión.
La dificultad de nuestro trabajo no consistía en la busca de documentos nuevos. No tratábamos de compulsar los archivos ni de remover el suelo para buscar las divinidades desconocidas. La mitología de Grecia y Roma se compone de hechos y leyendas que forman parte del dominio público: se les encuentra entre los libros que todo el mundo tiene entre manos. Las sabias investigaciones del arqueólogo podrán aclarar, modificar algún detalle, pero en nada cambiarán el conjunto de las tradiciones fundadas por los poetas y consagradas por el tiempo. Nos hemos cuidado, pues, de coordinar los materiales que abundan, de disponer las diferentes partes de nuestra obra como presentando al lector una especie de cuadro.
En principio exponemos las creencias relativas a la génesis del mundo y los dioses. Luego, tras haber pasado revista a las divinidades del Olimpo, el aire, la tierra, el mar y los Infiernos, contamos las leyendas heroicas, clasificándolas, en lo posible, por regiones, o agrupándolas en derredor de expediciones fabulosas de gran celebridad.
Se nos perdonará el que hayamos incurrido en algunas repeticiones. Las leyendas mitológicas están ligadas las unas a las otras, y es difícil desunirlas, contarlas aisladamente sin reproducir algunas particularidades comunes. Por lo demás, hemos pensado que si una mitología, como una historia, puede ser objeto de una lectura seguida, queda, después de esta, un verdadero repertorio del que cada artículo ha de dar algún esclarecimiento.
Se reconocerá que los numerosos grabados y dibujos con que esta obra está enriquecida tienen un carácter de autenticidad. Tomados unos de los monumentos antiguos, tienen un valor indiscutible; reproducción los otros de admirables obras de arte, darán una idea de los recursos que la escultura y el arte en general encuentran en las inspiraciones de los poetas y las concepciones religiosas de la mitología.