Por Xabier Quiroga
Hubo un tiempo no muy lejano en que el uniforme, especialmente el del ejército triunfador, transmitía esa aura de poderío y dominio al que el ciudadano de a pie, embelesado, no podía ni quería resistirse. Pero ahora no. Lo militar tuvo su época. Murieron esos momentos sin tratarse de un memento mori que te recuerde lo fatídico. Sin embargo, a los nazis parece que no hay quien los entierre. Reaparecen una y otra vez en nuestra mente y, cuando menos te lo esperas, hacen latir de nuevo tu imaginación. Y lo hacen envueltos en ese halo de misterio y fascinación que resulta tan difícil de explicar.
Ocurrió un día de esos en que, casi sin querer, la casualidad te atrapa metido en una biblioteca. Y va y me tropiezo, de nuevo, con lo nazi. Así. Concretamente se trataba de una obra de Eduardo Rolland, publicada en Edicións Xerais de Galicia, que repasaba algunos aspectos de la relación, oculta y verdaderamente apasionante, de los alemanes con mi tierra, país de las brumas y el misterio donde los haya. También de los secretos. Galicia en guerra era su título.
Ese fue el principio. Luego vendrían más. Muchos más libros. Pero no solo lecturas, también desplazamientos a lugares intrincados y nombrados muy de pasada para hacer comprobaciones, entrevistas personales, localización de imágenes inéditas, dichos de lo que fue y/o lo que pudo ser, recuerdos… Tanto y tan revuelto me iba llegando ese material que, inevitablemente, incitaba a seguir adelante. Ganas de conocer más, llamémosle. De entender. Pero a ese esfuerzo investigador también le empujaba la certeza de que en tales hechos pretéritos, cómo no, había una novela. Cientos de ellas, seguramente, pero una en concreto.
De toda esa acumulación de información, resultó que aquellos militares nazis fueron haciéndose notar, cobraron vida o se me hicieron visibles. Porque hubo un tiempo no muy lejano en el que los nazis estaban aquí, moraban entre nosotros, en nuestros pueblos y ciudades, dirigían empresas, tenían poder y dinero. Lo atestiguan hechos concretos del año 1939, por ejemplo que los aviones de la Luftwaffe empleaban los aeropuertos españoles sin recato; que Vigo fue el lugar escogido para el desfile militar de despedida de la Legión Cóndor el 26 de mayo del mismo año; que la explotación de las minas de volframio gallegas –Vazborraz en Casaio, San Fins en Lousame, Valle de las Sombras en Lobios o Fontao en Vila de Cruces, entre otras- estaban dirigidas por técnicos nazis; que, además, en la misma ensenada de Rande se utilizaba un cargadero mandado construir por un alemán, Frederick Wilhelm Cloos, para trasladar en barco a Alemania el codiciado metal, que luego servía para blindar tanques y elaborar las bombas del temible ejército germano.
Y por no abandonar la ciudad olívica, comentaré que en ella existían casas, pisos, y lugares específicamente regentados por nazis -Colegio Alemán, pazo del río Verdugo-, o que en su puerto se abastecían los u-boot, los temidos submarinos que asediaron a las naves aliadas en el Atlántico norte, siempre bajo la cobertura de las antenas de comunicación que la España franquista del 39 permitió construir al III Reich en Sevilla o en una aldea del municipio de Cospeito, en la provincia de Lugo.
Quien desee conocer algo más de la actividad nazi en nuestro país en la época de máximo esplendor hitleriano, debe entender que la colaboración con el franquismo continuó durante la II Guerra Mundial, pero llevado hasta límites insospechados. Como un mero pago de favores.
En esta contienda, la neutral España jugó un destacado papel, pues, estratégicamente asomada al balcón atlántico y custodiando la entrada al Mediterráneo, permitió que un poderosísimo consorcio empresarial pronazi, denominado SOFINDUS, operase en territorio español. Consintió, asimismo, una red de espías y control –por ejemplo la lista negra de la Red Ogro que en España, a partir de 1939, se dedicó a secuestrar germanos desafectos al II Reich-, y difundió propaganda y alentó homenajes que ensalzaban la figura de Adolf Hitler y de sus representantes, esos seres uniformados y superiores que, bajo la esvástica, saludaban marcialmente al estilo romano mientras pronunciaban con energía el nombre de su líder.
Pero luego, con el empuje aliado, todo cambió. El devenir de la II Guerra Mundial y la presentida derrota hizo que los nazis, como las ratas que buscan un escape o una tabla cuando el barco se hunde –Ratline será la denominación empleada asiduamente por el caza nazis austríaco Simon Wiesenthal- tuvieran que esconderse y, al mismo tiempo, buscar vías de escape.
Y así, situados en la España franquista del año 1945, los seguidores del Führer se convirtieron en perdedores. Ya no convenía mantener esa antigua y amistosa relación, al menos aparentemente, pues las represalias podían acrecentar la miseria de una dura postguerra en un país arrasado por la lucha fratricida. El mismo saludo imitado de los alemanes, obligatorio desde el 17 de julio de 1936 entre los fascistas españoles, dejó de serlo el 11 de septiembre de 1945. Muy indicativo.
Pero la maquinaria del Régimen reaccionó bajo un plan preconcebido: seguirá prestando colaboración a los amigos nazis, pero disimuladamente. Lo atestiguan los historiadores en sus libros y la memoria de los más viejos, se intuye en cartas personales. Será preciso callar y ocultarlos, al menos hasta que el presidente argentino Juan Domingo Perón promulgue, en 1947, un polémico decreto de acogida a numerosos nazis, prófugos durante y después de la II Guerra Mundial. Ocultarlos un tiempo, de eso se trataba. Y para ello contó con el impune papel de una Iglesia que haría más fácil la clandestinidad y facilitaría la huida para el refugio sudamericano.
Así fue cómo esos ciudadanos alemanes con nombres y apellidos, muchos de ellos criminales de guerra –por ejemplo Josef Mengele, Klaus Barbie o el mismo Walter Kutschmann, uno de los personajes de La casa del Nazi-, con abundante dinero producto de sus saqueos y bien relacionados, encontraron escondrijos donde pasar desapercibidos –realmente se instalaron en nuestros pueblos, en nuestras aldeas, en los pazos gallegos o en los barrios residenciales de las ciudades, pero también se ocultaron en las abadías y en los monasterios, de ahí la denominada “Ruta de los Monasterios” que, según los investigadores, desde el Vaticano recorre el sur de Europa- y buscaron nuevas identidades. En este aspecto sobresalió, además de Clarita Stauffer, hija del director de la fábrica de cervezas Mahou, eficaz falangista, amiga de Pilar Primo de Rivera y entusiasta colaboradora nazi, monseñor Eijo y Garay, obispo auxiliar de Madrid–Alcalá y natural de Vigo, quien medió ante el Gobierno de Franco y proporcionó a los criminales de guerra huidos nuevas identidades, buena parte de ellas sacadas de religiosos españoles, fallecidos o no.
Cuanto venimos de mencionar es solo la punta del iceberg. El mundo nazi en España es eso mismo, un mundo, pero secreto, misteriosa y convenientemente ocultado por una generación temerosa de que se conozcan sus relaciones y nada proclive a abandonar ese espacio de confort que una revisión de la memoria histórica y la desclasificación de documentos podría provocar a sus hijos y nietos. Sería muy comprometedor.
¿Y de Hitler, qué? Simplemente comentar que, intentando adentrarme en la teoría de su supuesta presencia, junto con Eva Braun, en el monasterio benedictino de Samos, provincia de Lugo, acudí a la abadía numerosas veces para buscar no solo los pasadizos secretos de los que habla un locuaz cantero gallego que trabajó en ella, sino el testimonio de unos amables y avejentados monjes. Pero también me permití seguir la nada peregrina teoría –que sostiene Abel Basti y otros investigadores- de que el Führer murió en Argentina, una vez consumado el montaje de su muerte en el bunker de Berlín y su posterior fuga, que pasaba por Barcelona y le llevó a embarcar en submarino en la Estación Marítima de Vigo.
Y así, armado de curiosidad, de la investigación de la presencia nazi en esos años de postguerra, germinó esa presentida novela. Una historia de vida y país que llegará hasta la actualidad -Pepe Reina, alias Reiniña, taxista con alma de detective, acepta el encargo de un empresario y alto cargo político para desentrañar un supuesto pasado nazi con el que sus enemigos pueden relacionarlo- y que se concretó en Izan o da saca (en gallego puede leerse al revés, lo que permite su traducción al castellano como La casa del nazi).
De las sucesivas ediciones se intuye la misma fascinación del lector por ese intento de una España vencedora y derrotada al mismo tiempo, siempre entre ruinas, de ocultar la Historia. Y el descubrimiento de la enigmática “Ruta de las Ratas”, ese camino secreto trazado por las fuerzas vivas que permitía a los nazis alcanzar su Sudamérica, no tiene otra misión que tirar del hilo y desvelar lo acontecido.
Pero el misterio seguía -y sigue- ahí, en muchos retales sueltos de la memoria. Había que encontrarlos, ordenarlos y coser una historia.
La novela La casa del nazi es otra de esas historias posibles que, a medio camino entre la realidad y la ficción, habitaron entre nosotros. Para bien y para mal. Un intento de explicar algo de lo que somos y de dónde venimos.
Cima do Alle, Galicia, mayo 2017