Por Javier Moreno Luzón
En la primavera de ese año, dos grandes mítines llenaron la plaza de toros de Madrid. Algo excepcional en la vida pública española, más acostumbrada a los cabildeos caciquiles que a las expresiones de la moderna política de masas. El 30 de abril, miles de personas se reunieron para escuchar un solo discurso, el del antiguo jefe conservador Antonio Maura, entre gritos que le proclamaban salvador de España. El 27 de mayo, otra multitud no menos entusiasta ovacionó a siete oradores que hablaban en nombre de las izquierdas republicanas, socialistas e intelectuales, entre los cuales destacaron el muy respetado escritor Miguel de Unamuno, el parlamentario reformista Melquíades Álvarez y el radical Alejandro Lerroux. Si Maura reclamó el sostén de una neutralidad estricta ante la guerra europea; sus adversarios exigieron la ruptura de relaciones diplomáticas con Alemania y el alineamiento con la Entente aliada, cuyo carácter democrático certificaban tanto la revolución rusa de febrero/marzo como la incorporación de Estados Unidos en abril. Pero ambas reuniones compartieron un mismo diagnóstico: los gobiernos, débiles y dependientes del rey, no encarnaban la voluntad del pueblo. Hacía falta pues un profundo cambio, un giro completo en el rumbo del país.
Y ese giro, como subrayaban aquellos mítines, debía producirse en el marco del conflicto bélico que trastornaba el mundo. Un torbellino que afectaba de lleno a España, neutral pero en absoluto aislada. En él se veían inmersos los ciudadanos mejor informados a través de la prensa, repartidos entre germanófilos y aliadófilos; y los partidos políticos, enfrentados en torno a la modulación del neutralismo. Sin ir más lejos, el 20 de abril había caído el gabinete liberal presidido por el conde de Romanones, dispuesto a responder de manera contundente a un imperio, el alemán, cuyos submarinos no dejaban de hundir barcos españoles. Aunque los efectos de la contienda los notaba la sociedad entera. El súbito aumento del valor de las exportaciones españolas beneficiaba a algunos sectores económicos, del textil al minero, pero también disparaba los precios y hacía que escasearan los bienes básicos de consumo. A la fragilidad de los gobiernos y al malestar creciente se sumaban los ejemplos exteriores, como la reciente abdicación del zar en Rusia. Es decir, la coyuntura, nacional e internacional, alentaba la rebeldía.
Los sobresaltos no tardaron en llegar. Y partieron de un rincón inesperado del tablero: el ejército. El 1 de junio las Juntas de Defensa de Infantería, una especie de sindicatos castrenses fundados meses atrás, amenazaron al ministerio con romper la disciplina si no aceptaba su existencia y sus demandas corporativas. Frente a semejante ultimátum, el gobierno cayó y fue sustituido por otro que se apresuró a ceder ante el órdago cuartelero. Aquel movimiento no equivalía a un golpe de Estado, pero se le acercaba de forma peligrosa y abría la puerta a la decisiva intervención de los elementos armados en la dinámica institucional. Provistos de una retórica regeneracionista que atacaba la corrupción imperante, los militares se revolvían contra el deterioro de sus sueldos a causa de la inflación, contra los ascensos ganados a base de favoritismos y contra los ministros que, ante los desafíos del panorama bélico europeo, trataban de reformar un ejército sobrado de oficiales y falto de medios. Los cuartos de banderas contaban con la comprensión de su jefe supremo, Alfonso XIII, clave de bóveda del sistema político y más cercano a sus compañeros de armas que a los gobernantes monárquicos.
La evidente vulnerabilidad del andamiaje gubernamental animó a otros actores descontentos a ensanchar la brecha abierta por las juntas militares. Tomaron la iniciativa los catalanistas, que ya ocupaban un lugar central en la escena parlamentaria y aspiraban a lograr al menos un estatuto de autonomía que reconociera las peculiaridades de Cataluña y le concediese una capacidad política propia dentro del Estado español. Sus equivalentes vascos se animaron también a plantear la restauración de sus fueros, abolidos desde las guerras carlistas. El trasfondo bélico, en el cual los contendientes cortejaban a los movimientos nacionalistas que se agitaban dentro de los imperios enemigos, parecía proclive a estas reivindicaciones, que se unieron a las que, desde el republicanismo o el movimiento obrero, asociaban aliadofilia y democracia y clamaban por una nueva Constitución. Bajo el liderazgo de la Lliga Regionalista que acaudillaba Francesc Cambó, el 19 de julio se reunió en Barcelona una asamblea de parlamentarios de todo el país para exigir unas nuevas Cortes constituyentes, elegidas con limpieza y al margen del fraude caciquil habitual, con el fin de encarar los principales problemas territoriales, militares, sociales y económicos. El gobierno conservador de Eduardo Dato la disolvió sin dificultades.
Mientras tanto, las organizaciones obreras perfilaban una alternativa revolucionaria, que debía detonar su instrumento más característico: la huelga general. El incremento de la actividad industrial y la crisis de subsistencias promovidas por la guerra incentivaban las demandas de los trabajadores y presionaban desde abajo para obligar a entenderse a las dos ramas rivales del obrerismo español. Así, la socialista Unión General de Trabajadores y la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo aunaron esfuerzos, si bien con objetivos distintos. Mientras la primera pensaba en una república que pavimentara el camino a la futura y lejana emancipación, la segunda prefería una hecatombe que derribase sin tardanza el orden establecido para alumbrar una sociedad autogestionada. Cuando se concretó la huelga, el 13 de agosto, el fracaso fue completo, pues un adelanto precipitado por el gobierno y los diferentes ritmos regionales facilitaron el éxito de la represión.
En definitiva, las energías políticas desatadas en el verano de 1917 resultaron inanes a corto plazo. La descoordinación entre fuerzas muy diferentes, tanto en sus perfiles sociales como en sus metas políticas, impidió una posible revolución. Hubo quien soñó con replicar el drama coetáneo ruso, donde representaban un papel protagonista los sóviets de obreros y soldados, auténtico contrapoder frente al gobierno legal. Pero España no era Rusia. La mayoría de los militares aspiraba tan sólo a preservar sus intereses corporativos, no a encabezar un levantamiento radical, y la tropa obedeció a sus jefes. Las apelaciones al conservadurismo regeneracionista de Maura, desde el ámbito castrense o desde la asamblea catalana, se encontraron con la puerta cerrada de quien, a pesar de todo, permanecía fiel al régimen. Y el catalanismo de clases medias no estaba dispuesto a vincularse con sus adversarios sindicalistas. Además, se propagó la sospecha de que las potencias aliadas, sobre todo Francia, instrumentalizaban la agitación para lograr el ingreso español en la contienda. De modo que, a la hora de la verdad, el ministerio pudo contar con el respaldo de los grupos moderados y con la ayuda del ejército, que se empleó a fondo en la persecución de los huelguistas. Las fuentes oficiales reconocieron ochenta muertos y ciento cincuenta heridos.
En la Europa de entonces, las revoluciones sólo triunfaban en países implicados en la guerra, más a menudo aún a consecuencia de la derrota militar y del subsiguiente colapso del Estado. La situación española era otra, pues, pese a los múltiples efectos del endiablado contexto internacional y de las insurrecciones cruzadas en aquellos meses críticos, la neutralidad hizo de cortafuegos. La monarquía, y por ende el régimen constitucional, se salvaron. No hubo desde luego reforma de la Constitución que quitara atribuciones al rey y se las diese a las Cortes; y el caciquismo, hegemónico en las zonas rurales, no se esfumó de la noche a la mañana. Las movilizaciones nacionalistas repuntaron cuando la victoria aliada en la guerra impuso el principio de autogobierno de los pueblos que Woodrow Wilson, el presidente norteamericano, volcó en los tratados de paz. Pero tampoco se aprobaron soluciones autonómicas para Cataluña o el País Vasco.
Sin embargo, supervivencia no equivalía a inmovilismo. Porque nada sería ya en la política española como antes de 1917. Los viejos partidos gubernamentales que, a trancas y barrancas, se habían alternado en el mando durante cuatro décadas, se fragmentaron de forma definitiva. En el campo conservador, la ortodoxia de Dato convivió con la disidencia maurista, decantada por valores reaccionarios; mientras que el liberal se fragmentó entre la mayoría demócrata encabezada por Manuel García Prieto, la minoría centrista de Romanones y, en el extremo contrario, la izquierda de Santiago Alba, partidaria de alianzas con el reformismo republicano. El turno saltó en pedazos y en su lugar se probaron fórmulas de concentración nacional, en las cuales pudieron entrar fuerzas renovadoras como la Lliga de Cambó. En 1918 se celebraron unas elecciones más limpias y se formó un gobierno nacional que, presidido por Maura, emprendió importantes reformas legales.
Aunque la herencia más significativa del 17 fue, seguramente, la continua injerencia de los militares en los asuntos ejecutivos, que hizo derrumbarse un gabinete tras otro. Ningún gobernante podía superar aquel obstáculo, porque el orden público, en un Estado que carecía de una policía eficaz, dependía del ejército. Y la postguerra se caracterizó en España, como en otras latitudes, por la influencia revolucionaria del modelo soviético, triunfante en octubre/noviembre de 1917; y la pujanza, esta más castiza, del anarcosindicalismo, entre campesinos andaluces u obreros catalanes. La desastrosa guerra colonial en Marruecos, reanudada tras la mundial, terminó de atar el nudo castrense. Tanto la crónica división en facciones de los partidos monárquicos como el constante enfrentamiento entre poder civil y poder militar no hicieron sino dar mayor realce al papel de Alfonso XIII, inclinado de manera progresiva hacia las salidas autoritarias. En sus últimos años, el parlamento dio señales de recuperación y se compusieron grandes coaliciones para recuperar la estabilidad: no sólo Maura o Cambó, también los reformistas de Melquiades Álvarez figuraron en gobiernos de la monarquía. Pero la enemiga del ejército, respaldada por el rey, dio la puntilla a la Constitución en 1923. Lejos de democratizar el sistema político español, la crisis abierta en 1917, marcada por los acontecimientos europeos, terminó por arrastrar consigo la experiencia liberal.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar, junto a Xosé M. Núñez Seixas, el libro Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Madrid, Tecnos, 2017).