En los últimos tiempos, parece imperar cierta necesidad de hacer clasificaciones cada vez más «certeras» —más pequeñas, más estrechas— dentro de los géneros literarios. Cuando la cosa afecta al noir y a la novela de misterio, no es solo que alcance al género, sino que lo hace a sus propios subgéneros —hardboiled, crook, policial o de procedimiento—, dividiéndolos a su vez en nuevas etiquetas. La que nos va a ocupar a lo largo de las siguientes líneas es, precisamente, una de ellas: el local crime.
Si nos remontamos a los orígenes de la novela de misterio (siglo XIX), nos encontramos a autores como Agatha Christie, Conan Doyle, Edgar Allan Poe o Wilkie Collins. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, este tipo de novela evolucionó —como reacción contra sus ambientes y formas principalmente— hacia algo nuevo de la mano de tres autores clave: Carroll John Daly, Raymond Chandler y Dashiel Hammet. Nacía así la novela negra (que debe su nombre a la revista Black Mask) o noir en su vertiente francesa (por la Série Noire de la editorial Gallimard), un tipo de novela que, si bien seguía manteniendo la resolución de un crimen como eje central, introdujo una serie de elementos clave como la crítica social, la violencia explícita, el lenguaje de la calle, la atmósfera sórdida, oscura y turbia de los bajos fondos y unos personajes dolorosamente humanos. Ya no estamos frente a la figura del investigador altamente sagaz que basa sus deducciones, única y exclusivamente en el método lógico deductivo, sino frente a la de un detective cínico que investiga los casos con métodos precarios y recurre tanto a su intuición, como a la propia violencia.
Actualmente, en los catálogos de las editoriales y los estantes de las librerías podemos encontrar ya no solo novela de misterio, policíaca o negra, sino un sinfín de subgéneros como hardboiled, crook, domestic noir, local crime o rural crime, etiquetas que, para cuando termine de escribir estas líneas, se habrán subdividido, a su vez, en otras nuevas en las mentes de editores, estudiosos, blogueros o libreros. Todo ello con el afán, imagino, de dar cobijo bajo nuevos paraguas a los distintos modos de entender la literatura criminal.
Poco tiene que ver una historia sobre los bajos fondos de grandes ciudades como Los Ángeles, Nueva York, París, Londres, Madrid o Barcelona con un crimen cometido en Tomelloso, Ciudad Real. En ambos casos, encontraremos a un jefe de policía o a un detective que se lanzan a resolver el caso, pero ahí acaba el parecido. En 1965, Francisco García Pavón creó la figura de Plinio, jefe de la Policía local de Tomelloso, que, con la inestimable ayuda de don Lotario, el veterinario del pueblo —su Watson particular—, resolvía desde asesinatos a robos de jamones. Sus novelas llevaban aparejadas una dosis de costumbrismo y algo de crítica social —por mucho que, en pleno franquismo, fuera debida a una simple «exposición» y «descripción» de las duras condiciones de vida en aquella España rural—, y aunque no llevaron jamás la etiqueta de local crime, no cabe duda de que lo eran. Por las mismas fechas, pero muy lejos de Tomelloso, Jim Thompson, autor de culto, se dedicaba a pergeñar varias de sus novelas en ambientes rurales parecidos; entre ellas, una de sus mejores obras: 1.280 almas (1964), cuyo título alude al número de habitantes de un pequeño pueblo perdido en el interior de Estados Unidos.
Me asalta el pensamiento de que esas 1.280 almas podrían ser perfectamente las 1.049 de los habitantes de Cárcar (Navarra), aunque por estos lares jamás hemos visto un sheriff y los niveles de violencia no son tan evidentes como puedan serlo en la sociedad americana. Algunos la señalan como un exponente de hardboiled, otros dirían que es local crime, y otros, sencillamente, la etiquetan como novela negra.
Las claves del local crime vienen marcadas por las particularidades de la sociedad rural. Todo el mundo se conoce, o más bien cree conocerse, en el entorno rural; y ese conocimiento deriva en rencillas, venganzas, envidias o celos. El alcalde, el médico, el practicante, el cura y el maestro son la máxima autoridad en un entorno tan reducido en el que a menudo ni siquiera existe una comisaría de policía. En los pueblos, todo se acaba sabiendo, y lo que no se sabe, se inventa. Se especula, se murmura, se despedaza a las personas, se tergiversa la verdad. Decía Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa: «La aldea, cuando se cría uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece», por lo que no es de extrañar que sea fuente de inspiración para no pocos escritores negro-criminales.
En este contexto rural, merece una mención especial también la etiqueta domestic noir. En este subgénero nos encontramos con el llamado «investigador-aficionado». En una pequeña comunidad donde todo el mundo se conoce, es fácil imaginar a una persona corriente, un civil, llevando a cabo sus particulares pesquisas sobre el misterio de turno —un robo, un crimen— del mismo modo en que lo haría con cualquier otro asunto. En los pueblos, las personas somos entrometidas, curiosas por naturaleza.
Para algunos de los que crecimos pegados a la televisión allá por los ochenta y noventa, lo primero que nos viene a la cabeza cuando se habla de local crime es la imagen de una amable señora con aspecto de ama de casa aporreando su máquina de escribir mientras una inconfundible tonadilla nos iba sumergiendo en el pequeño pueblo de Cabot Cove, en el estado de Maine. Jessica Fletcher era una profesora jubilada que se lanzaba a la aventura de escribir novelas de misterio y que, en cada capítulo, se tomaba el trabajo de descubrir al asesino del último crimen que había azotado al pequeño pueblo donde vivía.
Esta señora intrépida y temeraria no dejaba de ser un remedo para la televisión de Miss Marple, el famoso personaje de Agatha Christie. Una dama ya entrada en años residente en el pequeño pueblo inglés de St. Mary Mead, donde su conocimiento de los habitantes, su capacidad analítica y su conocimiento del comportamiento humano hicieron de ella la investigadora perfecta. Es la dama inglesa acomodada que metía las narices en todas partes para desvelar los más oscuros secretos de sus vecinos y amigos. Podríamos considerar a la reina del misterio como la primera autora de local crime y de lo que hoy se llama domestic noir, y a Jane Marple el arquetipo del investigador-aficionado.
En pleno siglo XXI, nuestros investigadores aficionados ya no son necesariamente amas de casa entrometidas. Pueden llamarse Víctor o Rebeca, Daniel o Anastasia; ser abogados, periodistas, historiadores o ancianos de una residencia. ¿Estamos acaso transgrediendo las normas del género y de ahí la necesidad de categorizar y etiquetar? Quizás. O puede que se trate solo de un intento de poner puertas al campo. En cualquier caso, los argumentos del local crime son las miserias del ser humano en un entorno opresivo como es el rural, donde, en última instancia y si se conjugan los factores adecuados, todos seríamos capaces de cometer un crimen o de jugarnos el pellejo para descubrir a un criminal. ¿O no?
Estela Chocarro es licenciada en Ciencias de la Información y siempre he tenido la ficción en el punto de mira. A finales de septiembre publica Te daré un beso antes de morir, en MAEVA.