Por Daniel María
Bienaventuradas las criaturas del siglo XX –y venideros– por esta fortuna de un cielo que deja caer a la tierra algunos astros. Poco miedo nos resta entonces a los amantes del cine el hecho de morir un día. Sobre todo si el día eterno, el que nos puede cambiar la vida, es el día que murió Marilyn. Poco miedo a la soledad nos resta, aunque la soledad nos tome cariño porque es terca como una obsesión o un amor imposible.
Mitómano, sí. Y también humano, porque hay una increada conciencia de la raza que nos hace únicos entre todas las bestias. Garras de astracán para uñadas que ya la copla había llorado. Qué poco por contar en estos tiempos. Suerte que en Nochevieja nos queda una sesión doble donde aguardar el futuro incierto, al calor de Sinuhé el Egipcio y El último cuplé. Un paquetito de uvas tristes, desoladas como el comensal solitario que acurruca en una butaca su ala caída de dulce pájaro de juventud. Eso relataba Terenci Moix a Sara Montiel en la entrevista que el escritor realizó al mito en su programa de TVE Más estrellas que en el cielo.
La voz emocionada de Terenci confiesa a la artista cómo despidió el año de 1957 en un cine de barrio. Cuando interrumpieron la película para anunciar las campanadas, Terenci ardía en deseos de que volviera el oscuro, porque la realidad era insoportable y en la ficción hallaba la paz. Saritísima no deja de ser un mito cuando escucha al sincero Terenci, ni deja de serlo cuando sentencia que estreche distancia, pues lo siente lejos al otro lado de la mesa. Luego pasa a comentar los pedruscos que sustenta su cuello. Versátil dominio de la conversación, que se diría. Idiosincrasia manchega.
Terenci Moix es uno de los mejores escritores de las lenguas española y catalana que dio la segunda mitad del siglo XX. Trabajador incansable, prolífico en la perfección, persistente en la indagación, al morir –tan joven, pues solo tenía sesenta y un años– dejó una bibliografía que alberga más de veinte novelas –algunos clásicos modernos como El día que murió Marilyn o El sexo de los ángeles–, un buen puñado de relatos, tres libros de memorias –que se encuentran entre lo mejor de su narrativa–, recopilaciones de artículos, diarios de viajes, ensayos pioneros sobre el cómic y la copla, y una valiosísima obra dedicada al cine que difícilmente otro pulso en estos tiempos pueda superar.
Su escritura del/por/para el cine constituye una herencia plagada de alumbramientos sobre el séptimo arte que destellan en el panorama de la crítica y la literatura como las linternas de los acomodadores en la sala. A fuerza de ver películas, única metodología, Terenci conformó el dietario cinéfilo que publicó en las páginas de Fotogramas y que posteriormente aunó en los dos volúmenes publicados en Lumen en 1971 y 1973 titulados Hollywood Stories. Es la primera gran entrega en libro de su laboriosa dedicación al cine, bien que en 1967 ya había publicado en Bruguera Introducció a una història del cinema, aunque Terenci renegaría posteriormente de dicho trabajo.
Para ABC escribió La gran historia del cine, que apareció a modo de novela por entregas en sucesivos fascículos durante 1995, luego publicada en tres tomos que, al igual que los dos volúmenes de Hollywood Stories, son ahora piezas de coleccionista. Esta obra viene quizás a remendar la labor divulgativa y enciclopédica que a finales de los años sesenta Terenci no tuvo la oportunidad de emprender. Con ella muestra la ingente cultura que atesora sobre el séptimo arte y que se extiende a documentos gráficos, anécdotas y detalles minuciosos propios de un espíritu acaparador y exigente.
Sin embargo, el monumento literario más importante y reconocido de su producción dedicada al cine es, sin duda, los cuatro volúmenes que integran Mis inmortales del cine y que comprenden los años 30, 40, 50 y 60. Aparecidos en 1995 –los dos primeros–, 2001 y 2003 –este último, el de los años 60, póstumamente–, la colección dibuja el más exhaustivo análisis de las estrellas que cautivaron a Terenci en un recorrido apasionante y personal, consanguíneo a su memoria literaria o su literatura memorística, porque el cine en la obra de Terenci es una vena por donde circula la sangre de su tinta. Sus novelas transitan en el espacio de la fascinación, se alimentan del espectador ardiente que es su autor y los personajes se sirven del cine para reflejar su visión del mundo y su interior de luces y sombras. La cultura de masas a servicio del más íntimo paisaje.
Terenci declara en sus memorias que lo aprendió todo del cine y que cualquier conocimiento, lejano en apariencia, acababa por madurar en el trasiego de las imágenes, en el cúmulo de experiencias que aguardaba su retina. Para amar, para odiar, para soñar incluso. Todo en una suerte de metacine: que el propio cinematógrafo te enseñe a soñar cuando es el sueño, en sí mismo, el espacio donde se articula el aprendizaje.
Hay que ser valiente para escribirlo. En una sociedad que infravalora, juzga y prejuzga, en el hervidero de intolerancia e incomprensión en que se convierte la calle común, el día a día, la vida cuando se propone dañar, es valiente, considero, reivindicar la paternidad de los mitos, declararse hijo del cine, amamantado por la luz.
En 2017 se cumple el 75º aniversario de su nacimiento. No se puede decir que Terenci haya desaparecido de las librerías, pero su presencia es cada vez menor. Al terrible Peter Pan le negaron muchas veces el prestigio, lo condenaron por mediático, histriónico y farandulero. Muchas voces se han alzado para reivindicar su obra, pero me temo que es insuficiente. En esta hora, dada la ausencia de homenajes en una efeméride tan destacada, cabe plantearse para qué sirve el olvido… Amado Terenci, me hubiera gustado preguntarte si te enseñó a fumar Bette Davis.
Daniel María es actor, escritor y guionista. Colabora en Tarántula, Fogal, Revista de la Academia Canaria de la Lengua y El Perseguidor, entre otros medios.