Ahora mismo los premios literarios que convocan las editoriales apenas mantienen vivos credibilidad y prestigio. Algo habrán hecho mal para ganarse algunas sospechas. Premios que lo hacen a golpe de talonario, premios que galardonan a los autores de la propia editorial que convoca el premio, premios que premian un género o una tendencia (novela policíaca, novela-reportaje, novela de jóvenes airados, novela de la guerra civil, novela histórica, novela metaliteraria, etc, según exijan el mercado y los departamentos de contabilidad de los sellos editoriales), previamente contrastada en el mercado o en el imaginario más acomodaticio; o premios que simplemente, con las más nobles intenciones, premian mal. Todo ello no hace sino ensombrecer esa salida de luz y esperanza hacia la alta dignidad estética y ética en que deberían convertirse los premios literarios.
Parecen remotos los tiempos en que un premio daba a conocer novelas tan importantes en su época y en su fijación como hitos ineludibles en la historia de la literatura en castellano como Nada de Carmen Laforet, El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, Últimas tarde con Teresa, de Juan Marsé o La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Pero esto es lo que hay. Tal vez se debería buscar una fórmula, que sería algo así como buscar una solución que contentara a todos, una solución alquímica mucho me temo. Tenemos los premios institucionales, por ejemplo, los premios nacionales de narrativa. También están los premios de la Crítica. Por experiencia pude comprobar que los premios institucionales gozan de una transparencia inobjetable. No así el premio de la Crítica, donde desde hace años los que cortan el bacalao son los mismos, además de influir bastante en las decisiones finales, aunque ello no suponga nunca un beneficio venal, pero sí ventajista en lo referente a beneficiar o soslayar a autores determinados o escuelas narrativas del gusto o no gusto de esos miembros. Así que esto es lo que hay. Independientemente de las más o menos opacidades o suspicacias, cada año se repite el puntual ritual de la ceremonia de las convocatorias. Y en estas circunstancias, con todos los pros y contras (con muchas más contras) los críticos cada año tenemos la obligación de esperar lo mejor. Puede parecer esta una posición resignada. Nada más lejos.
Si fuera resignación no sería mayor ni más objetable que las restantes con las que tenemos que convivir todos los días de nuestras vidas. Pero, insisto, no lo es. Es en todo caso aceptar una suerte de principio de realidad regida y modulada por el mercado o la economía de la oferta y la demanda. Que es, si mucho no me equivoco, en el sistema que vivimos o sobrevivimos. Si esto no es resignación se le parece bastante, podrán argüir algunos. Otros incluso podrían acusarme de cinismo porque doy por un hecho consumado una perversión del mercado. Pues podría ser, pero es que el crítico literario ante una obra literaria, sean quienes sean los que deciden su publicación, el método o formato por el cual es anunciada y promocionada, y con el objetivo que sea por el cual es editada, sólo tiene ante sí un producto literario. Claro que también es un objeto industrial, un producto que circula bajo las leyes ineludibles del mercado. Y por lo tanto con un claro valor de intercambio en el mercado, además de su valor de uso. Claro que generará rentabilidad (o pérdidas) económica, pero que esto sea así, a tal producto literario no le resta ni un ápice de su valor como artefacto estético, independientemente de su valor. Una novela es una novela es una novela, que diría Gertrude Stern. Nada más que eso, ni nada menos. Una novela escrita por alguien que considera que presentándose a un premio (comprobadamente amañado o no), tendrá más posibilidades de que se la publiquen, incluso con un rédito económico. (No está demostrado que un premio que está dotado con una cantidad en metálico sea necesariamente menos transparente que otro que no lo está). Hablé antes de cinismo. También se podría hablar de ingenuidad y mala fe. Creerse el ritual de pe a pa o desconfiar de su neutralidad sólo porque lo auspicia una empresa. Me quedo con el cinismo, hacer como que todo es normal, correcto, incluso divertido y estimulante para el espíritu. Y sólo rogar que la novela premiada, ojalá sea buena, digna de ser leída y recomendada al margen de su procedencia empresarial. (Particularmente no tengo nada contra las empresas, y mucho menos contra las empresas editoriales). ¿Es función del crítico impugnar una novela solo porque no la editó un sello de acotado y reducido prestigio? ¿Es función del crítico impugnar una novela sólo porque su autor se haya llevado una buena cantidad de dinero en calidad de ganador del premio al que se presentó? En estas circunstancias, sería más eficaz y necesario el criterio del sociólogo, incluso del moralista, pero nunca del crítico literario.
Voy a contar dos experiencias personales, respecto a los premios. Una me sucedió hace ya bastante años con la novela de un escritor que había ganado un premio literario muy importante, sobre todo por su cuantía económica. La novela del escritor de marras era a todas luces mala. Publiqué la reseña. Vaya por delante que siempre ruego que la novela a criticar sea buena. (Por experiencia, sé que es mucho más fácil hacer una reseña negativa que una positiva. Las malas novelas se neutralizan solas, o se desmerecen ellas mismas, como afirmaba Auden; con las buenas hay que controlar el entusiasmo y evitar que lo positivo se convierta en un panegírico). La editorial que convocaba el premio me tenía en su lista anual de invitados. Publicada la reseña negativa, significó que fuera expulsado sin contemplaciones de esa generosa lista. Muchos años más tarde, con motivo de una nueva novela suya, el escritor reconoció que aquella novela suya de hacía años no era todo lo buena que quiso que fuera. Indudablemente eso le honró. (Por cierto, la nueva novela era francamente buena, que yo volví a reseñar, pero la editorial no me reincorporó a su lista de invitados a la cena de los premios, cosa que yo no hubiera aceptado, aunque sí unas disculpas por la notoria mala educación de entonces). Este hecho ilustra que de la misma manera que el crítico no debería atender nada más que al producto estético y nunca entrar en valoraciones morales, las empresas editoriales «perjudicadas» por una mala critica a uno de sus productos, también debería entender que precisamente por ello mismo, el crítico no puede sino entregarse a la valoración sin atender a las consecuencias negativas de tipo pecuniario o de prestigio que esa crítica pudiera ocasionarles. La segunda experiencia tuvo que ver con el Premio Nadal de hace ya unos años. Recayó este en la persona de Francisco Casavella con la novela titulada Lo que sé de los vampiros (2008). Todo el mundo sabe que Casavella representaba una personalísima corriente narrativa que casi empezó y terminó con él. Sin embargo esta novela premiada se apartaba del estilo y el caudal temático de novelas anteriores. Eso pareció que había desconcertado a sus lectores. El recorrido literario (y ya no digamos pecuniario) me parece que no fue muy largo. A nadie lo oigo hablar de esa novela, como si la hubiera escritor otra persona. Escuché decir por entonces que ello se debía a que su autor había cambiado de registro narrativo para ganar ese Nadal. Yo no tengo ninguna prueba de ese cambio premeditado, aunque evidentemente un cambio hubo. Pero eso le pasa a muchos escritores. Cambian. Experimentan otros motivos y paisajes narrativos. Lo que sé de los vampiros siempre me pareció una muy buena novela, con una reflexión muy elaborada y de mucho calado sobre la Revolución Francesa y los fanatismos ideológicos. ¿Era mala La muchacha de las bragas de oro sólo porque había ganado un Planeta? Evidentemente no es la mejor novela de Juan Marsé, pero de ello no tiene la culpa el Planeta. Y si tuviéramos pruebas fehacientes de que es así, al crítico qué le importa.
Metámonos en nuestros asuntos. Lo nuestro es la literatura, analizar hasta donde podamos la insustancialidad o el rigor estético de las obras premiadas por quienes o por la institución que sean. Todos los años no pueden haber Jaramas o Nadas. Pero he leído obras premiadas dignísimas y obras detestables. Los autores son los únicos responsables de esos resultados. Un premio es un premio es un premio. Y nada más, dado que lo que realmente debe importar a los críticos es la literatura. Y si es buena, que muchas veces ocurre, miel sobre hojuelas.
Por Ernesto Ayala-Dip, uno de los decanos de la crítica literaria en lengua española. Acaba de publicar Dos décadas de narrativa en castellano (Huerga & Fierro, 2017), un compendio de sus mejores reseñas de cuarenta años de oficio.