ORIGEN se desarrolla íntegramente en España. Barcelona, Bilbao, Madrid y Sevilla son los escenarios principales en los que transcurre la nueva aventura de Robert Langdon. De la mano del autor de El código Da Vinci, el lector recorrerá escenarios como el Monasterio de Montserrat, la Casa Milà (La Pedrera), la Sagrada Familia, el Museo Guggenheim Bilbao, el Palacio Real o la Catedral de Sevilla.
Como ya sucedió con París en El código Da Vinci, con Roma en Ángeles y demonios o con Florencia en Inferno, los escenarios de las novelas de Dan Brown siempre han sido un elemento clave en sus tramas.
El profesor Robert Langdon levantó la mirada hacia el perro de doce metros de altura que había en medio de la plaza. El pelaje del animal estaba formado por un tapiz orgánico de hierba y flores aromáticas.
«Estoy haciendo un esfuerzo por apreciarte —pensó—. De veras.»
Langdon permaneció un rato examinando la criatura y luego siguió adelante por una pasarela suspendida. Ésta desembocaba en una extensa escalinata cuyos desiguales escalones parecían querer impedir que el visitante recién llegado pudiera mantener su ritmo y su zancada habituales. «Misión cumplida», decidió, después de casi estar a punto de tropezar en dos ocasiones.
Al llegar al pie de la escalera, se detuvo de golpe y se quedó mirando la enorme estatua que tenía delante.
«Ahora sí que lo he visto todo.»
Ante sus ojos se elevaba una enorme viuda negra. Sus esbeltas patas de hierro sostenían un cuerpo bulboso que se encontraba a unos diez metros de altura. Del abdomen del animal colgaba un saco de huevos hecho con una malla metálica y en cuyo interior había unas esferas de cristal.
—Se llama Mamá —dijo una voz.
Langdon bajó la mirada y vio que debajo de la araña había un hombre delgado. Vestía un sherwani brocado de color negro y lucía un cómico bigote con las puntas curvadas a lo Salvador Dalí.
—Me llamo Fernando y estoy aquí para darle la bienvenida al museo —dijo a continuación, y luego examinó la colección de etiquetas identificativas que descansaban en la mesa que tenía delante—.
¿Le importaría decirme su nombre, por favor?
—Por supuesto. Robert Langdon.
El hombre levantó la vista de golpe.
—¡Vaya! ¡Lo siento, señor! ¡No lo había reconocido!
«Ni yo mismo me reconozco —pensó Langdon, ataviado como iba con un frac negro y pajarita y chaleco blancos—. Parezco un miembro de los Whiffenpoof.» El atuendo clásico que vestía tenía casi treinta años y era un vestigio de su época como miembro del club Ivy de Princeton. Afortunadamente, gracias a la rutina de largos que hacía en la piscina todavía le quedaba bastante bien. Con las prisas, había cogido la percha equivocada del armario y había dejado atrás su esmoquin habitual.
—En la invitación se indicaba que había que ir de etiqueta —dijo Langdon—. Espero que el frac sea apropiado.
—¡El frac es un clásico! ¡Está usted elegantísimo!
El hombre se acercó rápidamente a él y le pegó con cuidado la etiqueta identificativa en la solapa de la chaqueta.
—Es un honor conocerlo, señor —añadió el hombre del bigote—. Imagino que no es la primera vez que nos visita, ¿verdad?
Langdon echó un vistazo a las patas de la araña y al reluciente edificio que había detrás.
—En realidad, me avergüenza admitir que sí.
—¡No puede ser! —dijo el hombre, fingiendo asombro—. ¿Es que no le gusta el arte moderno?
Langdon siempre había disfrutado del desafío que suponía el arte moderno. Especialmente del hecho de intentar averiguar por qué determinadas obras estaban consideradas obras maestras: las salpicaduras de Jackson Pollock, las latas de sopa Campbell de Andy Warhol, los sencillos rectángulos de color de Mark Rothko… Aun así, se encontraba mucho más cómodo discutiendo sobre el simbolismo religioso de El Bosco o la técnica de Francisco de Goya.
—Mis gustos son más bien clásicos —respondió—. Me resulta más accesible Da Vinci que De Kooning.
—Pero ¡si Da Vinci y De Kooning son muy parecidos!
Langdon sonrió con paciencia.
—Entonces está claro que he de aprender un poco más sobre De Kooning. —¡Pues ha venido usted al lugar adecuado! —El hombre hizo un amplio movimiento con el brazo para señalar el edificio—. ¡En este museo encontrará una de las mejores colecciones de arte moderno del mundo! Espero que disfrute.
—Y yo —respondió Langdon—. Aunque desearía saber por qué estoy aquí.
—¡Usted y todos los demás! —El hombre se rio alegremente al tiempo que negaba con la cabeza—. Su anfitrión se ha mostrado muy reservado respecto al propósito del evento. Ni siquiera los empleados del museo sabemos qué va a suceder. El misterio forma parte de la diversión. ¡No dejan de circular rumores! Dentro ya hay varios cientos de invitados, entre los cuales muchas caras conocidas, y nadie tiene ni idea de cuál es el programa de la noche.
Langdon sonrió. Muy pocos anfitriones tendrían la valentía de enviar en el último momento una invitación en la que sólo se podía leer: «Sábado por la noche. No faltes. Confía en mí». Y todavía menos serían capaces de persuadir a cientos de personalidades para que lo dejaran todo de lado y volaran al norte de España para asistir al evento.
Langdon dejó atrás la araña y siguió adelante con los ojos puestos en la pancarta roja que ondeaba sobre su cabeza.
UNA VELADA CON EDMOND KIRSCH
«Desde luego, a Edmond nunca le ha faltado seguridad en sí mismo», pensó.
Unos veinte años atrás, el joven Eddie Kirsch había sido uno de los primeros estudiantes de Langdon en la Universidad de Harvard. Por aquel entonces, era un greñudo friqui de los ordenadores cuyo interés en los códigos lo había llevado a asistir al seminario que el profesor impartía a los estudiantes de primer año: «Códigos, claves y el lenguaje de los símbolos». La sofisticación del pensamiento de Kirsch lo impresionó muchísimo y, a pesar de que el joven abandonó el polvoriento mundo de la semiótica por las relucientes promesas de la informática, se estableció entre ellos un vínculo que los había mantenido en contacto durante las dos décadas que habían transcurrido desde entonces.
«Ahora el alumno ha superado al profesor —pensó Langdon—. Por mucho.» En la actualidad, Edmond Kirsch era un prodigio de renombre mundial. A sus cuarenta años, este científico informático, futurólogo, inventor y empresario multimillonario había inventado una gran variedad de tecnologías avanzadas que suponían innovaciones trascendentales en campos tan diversos como la robótica, la neurociencia, la inteligencia artificial y la nanotecnología. Sus acertadas predicciones sobre futuros avances científicos habían creado a su alrededor un aura mística.
Langdon sospechaba que el escalofriante don de Edmond para la predicción se debía a sus conocimientos asombrosamente amplios sobre el mundo que lo rodeaba. Desde que podía recordar, había sido un insaciable bibliófilo que leía todo aquello que caía en sus manos. La pasión que sentía por los libros y la capacidad que tenía para absorber su contenido sobrepasaba cualquier cosa que el profesor hubiera visto nunca.
En los últimos años, Kirsch había vivido sobre todo en España, elección que atribuía al encanto del Viejo Mundo que poseía ese país, así como a la atracción que sentía por su arquitectura vanguardista, sus extravagantes bares y su clima perfecto.
Una vez al año, cuando regresaba a Cambridge para dar una conferencia en el Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts, iban a comer juntos a alguno de los lugares de moda en Boston y que Langdon, claro está, desconocía por completo. Sus conversaciones nunca versaban sobre tecnología. Kirsch sólo quería hablar con él sobre arte.
—Nuestros encuentros son mi vínculo con la cultura, Robert. ¡Mis clases particulares con el soltero más entendido en arte del mundo! —solía bromear Kirsch.
La pulla sobre el estado civil de Langdon resultaba particularmente irónica en boca de alguien asimismo soltero, que consideraba la monogamia «una afrenta a la evolución» y que en los últimos años había sido fotografiado con una amplia colección de supermodelos.
Teniendo en cuenta su reputación de innovador en el mundo de la ciencia informática, uno habría podido imaginar que se trataba de un cohibido friqui de la tecnología. Sin embargo, Edmond se había convertido en un moderno icono pop que se desenvolvía en círculos de celebridades, vestía a la última, escuchaba arcana música underground y tenía una amplia colección de valiosas obras de arte impresionistas y modernas. A menudo, solía escribir correos electrónicos a Langdon pidiéndole consejo sobre las piezas que estaba considerando incluir en su colección.
«Para hacer luego exactamente lo contrario», pensó Langdon.
Hacía aproximadamente un año, lo había sorprendido al dejar a un lado las cuestiones artísticas e interesarse por Dios, un tema extraño para un ateo declarado. Mientras comían un asado de tira poco hecho en el restaurante Tiger Mama de Boston, su antiguo alumno le preguntó por las creencias fundamentales de varias religiones del mundo y, en particular, sobre sus distintos relatos de la Creación.
Langdon le resumió los aspectos principales de diferentes creencias: del relato del Génesis, que compartían el judaísmo, el cristianismo y el islam, a los del Brahma hindú, el Marduk babilónico y otros.
—Siento curiosidad —preguntó Langdon cuando salieron del restaurante—. ¿Cómo es que un futurólogo como tú está tan interesado en el pasado? ¿Significa esto que nuestro famoso ateo ha encontrado por fin a Dios?
Edmond soltó una sonora carcajada. —¡Vas listo! Sólo estoy midiendo a la competencia, Robert.
Langdon sonrió. «Típico.»
—Bueno, la ciencia y la religión no son competidores, sino dos lenguajes que intentan contar la misma historia. En el mundo hay lugar para ambos.
Tras ese encuentro, Edmond desapareció durante casi un año hasta que, inesperadamente, tres días atrás Langdon recibió un sobre de FedEx con un billete de avión, una reserva de hotel y una nota manuscrita instándolo a asistir al evento de esa noche. En ésta se podía leer: «Robert, significaría mucho para mí que tú especialmente pudieras asistir. Los perspicaces comentarios que hiciste durante nuestra última conversación han ayudado a hacer posible el evento de esta noche».
Langdon se sintió desconcertado. Nada en esa conversación parecía relevante siquiera remotamente para un evento organizado por un futurólogo.
El sobre de FedEx también incluía una imagen en blanco y negro de dos personas que estaban mirándose cara a cara.
Kirsch había escrito asimismo un breve texto:
Robert:
Cuando nos encontremos cara a cara,
desvelaré el vacío.
Edmond
Origen, Dan Brown
Planeta, traducción de Aleix Montoto y Claudia Conde
640 pp.
22,50 €
FOTOS: Quim Vives